Saturday, July 11, 2009

Encuentro en el Amor: María Zambrano y Friedrich Nietzsche.

Por: Lic. Jorge Luis Villate Díaz.

¿Quién pudiera negar que la soledad de dos seres les permitiría encontrarse, por ser precisamente ese género de soledad enamorada la condición que a la par les une y les separa? Pues, ¿qué, sino la soledad enamorada -vivida de distinta manera-, podría impulsarlos a buscar una mano afín?[1] Esa mano entrevista, apetecida, y que por apetecerla nos la figuramos extendida, percatándonos que la figuración era ella también un ansia de encuentro buscando realizarse en el entrelazamiento de las manos. Así se nos antoja el punto de encuentro de estos enamorados, entrelazamiento de manos por la angustiosa búsqueda de la trascendencia, sin la cual el amor no podría ser más que humano de no ser transformado por aquello que conteniendo a lo humano, le sostiene y sobrepasa al par.
Búqueda de la trascendencia en la época que huyen los dioses, de su muerte, que diría Nietzsche, bajo la embestida de una razón ensoberbecida y enredada en su monócroma luminosidad. Recuerdo o repetición de sucesos ya acaecidos o por acaecer siempre. Vigencia sobre todo del hecho definitivo -y, por tanto, siempre latente, potencialmente repetible- del encuentro entre lo humano y lo divino, o, más bien, de la revelación de lo divino en el ansia humana de trascenderse, en el padecimiento de la propia trascendencia. Las entrañas clamando al cielo, extendidas en su clamor de entrañas, buscando hacerse a la Luz que les transfigure y purifique, porque sólo en ellas puede nacer el amor que les hará ver en verdad.
La flecha en vuelo vertical quizá simbolizaría ese clamor, extenderse, desgarramiento del ser incomprendido del hombre, de aquello que la razón-intelecto no ha visto más -en el mejor de los casos- que como ‘quietud’ insatisfecha o inquietud ‘satisfecha’. Desconocimiento e incomprensión, huida tal vez ante la oscuridad donde apenas centellean los sentires entrañables, y que así quedaran envueltos en su infernal inquietud.
Sacar a la luz las entrañas, iluminarlas, rescatarlas de sus inferos, caracterizaría simbólicamente el movimiento que hace coincidir a estos poetas-filósofos. ¿Y es casual que tengan que ser precisamente poetas-filósofos quienes tomen sobre sí el ‘oficio’ de hurgar en las propias entrañas, porque el nada más poeta sólo las muestra, y el únicamente filósofo sólo las oculta y desconoce a la par, bajo la luz de un logos uniforme?. No es este el revisar lo Inconsciente desde la vigilia, y ni exactamente revisión de lo Inconsciente es, sino el piadoso adentrarse en las vivencias como subsuelo de la Historia, a través de la razón poética -peculiar conjunción de sueño y vigilia- que reconoce de antemano lo que la impulsa, como prueba de que hay algo más que sueño, o que el sueño y el ‘infamundo’ tienen su propia voz irreductible, polifonía más bien, sosteniéndoles y envolviéndoles al par. Razón poética en busca de hacer despertar y de ver, de ver cara a cara lo que trasciende y sostiene a ese sueño llamado historia
[2], como le sucediera a Moisés y a tantos otros no reconocidos unánimemente como profetas.
El encuentro de ambos pensadores no es en modo alguno casual -si es que algún encuentro lo es-; obedece al déficit primario en ellos, metafísico a fin de cuentas, que no tienen reparos en mostrarlo pensándolo poéticamente, aún cuando Nietzsche lo hiciera en su estilo encubierto, casi por oposición a la literalidad de muchas de sus expresiones
[3], y María lo cantara en su poética prosa desde esa actitud cuasi senequista, mas definitivamente cristiana. El déficit primario lo era en ambos el reconocimiento en sí mismos y en la Historia del carácter paradójico que constituye a la existencia humana, incluyendo, sobre todo, las historias personales desde las que se entreteje la verdadera Historia. Y la paradoja primera es aquella que hemos llamado en otro lugar la “’condena’ a amar”, cifrada en el fondo de lo humano y del kosmoi todo[4]. Si el hombre está ‘condenado’ a amar, lo está ante todo por su propia condición deficitaria, que sentida, pensada y padecida lo lleva a sobrepasarla sin salir propiamente de ella, al menos en esta vida, o sea, a padecer su paradójica trascendencia, rebasando siempre a medias la carencia, la separación o el alejamiento de aquello que precisamente lo constituye como ‘condenado’ a amar: lo divino.
Cierto es que se pudieran trazar algunas diferencias en el modo en que Nietzsche y María Zambrano vivencian, pensándola poéticamente, la ‘condena’ a amar. Sin embargo, son las diferencias que se pueden establecer a partir de la asunción de lo dionisíaco en Nietzsche y del don órfico del canto -al decir de José Lezama Lima
[5]- en María; diferencias que se entrecruzan en la idéntica, por inversa, consistencia de la luz en el Ocaso y la Aurora, tan caros por demás a ambos pensadores.
Nietzsche vivenció lo dionisíaco desde el esencial reconocimiento del carácter trágico de la existencia cuando se hace casi imposible conjurar la destrucción y la muerte desde la inconsciencia del Teocidio como “asesinato de Dios por los hombres” y, aún más, en la asunción vital de ese asesinato, único modo de augurar el retorno de lo divino como proximidad de la Aurora, en la que el hombre encuentre nuevamente un centro, sobrepasándose mientras dure ese Instante de eternidad.
Quizá pudiera decirse que el estilo de Nietzsche obedece a ese tránsito sacrificial donde la destrucción y la muerte son asumidos en la esperanza del retorno; estilo que se caracteriza por el enmascaramiento desenmascarador de los dobleces abismáticos que subyasen en un modo de ser humano en vías de perder su contacto con lo divino y, por ende, perderse en la Noche, diluyéndose en las máscaras, los disfraces y pretextos que suele darse la angustia cuando no se quiere asumir la carencia de sentido de la divinización de los idolos
[6] . Ese estilo a un mismo tiempo exultante y colérico, frío y abrazador, irónico y sincero, condenador y liberador, expresa el entrañamiento por el cual se ofrece el sacrificio. Y sacrificio lo fue, ante todo, de sí mismo como persona consumida por un amor que no sabría expresar, porque no le comprenderían desde aquella luz monócroma de los valores convertidos en prejuicios, con ínfulas de veracidad incuestionable e inapelablemente juzgadora. Fue el sacrificio ante lo que se iba haciendo coraza de carne y sangre en el hombre occidental a la altura del siglo XIX, después de la desnudez (ens rationis) mostrada en la evidencia primera de Descartes (cogito ergo sum).
Como todo auténtico sacrificio, más que aplacar a la divinidad, buscaba renovar al hombre mediante el desenmascaramiento de todo aquello que falseara lo divino, incluyendo a lo ’divino’ también. Es por eso que Nietzsche se enmascara, mas no en el sutil juego, peligroso también, donde nada más se buscaría evadir la angustia y pasarla-lo-mejor-posible. Su enmascaramiento es más veridico que la ‘franqueza’ - a veces epidérmico disfraz, inconsciente también - de aquellos que no se hubieran percatado que la franqueza puede ser un modo del engaño a los demás y del autoengaño, siendo posible la combinación de ambos en diferentes proporciones. Y decimos que es más verídico, porque asume con sinceridad las máscaras que otrora fueran el espacio ganado a la impenetrable presencia de lo divino en lo sagrado, pero que se hubiera convertido en la impenetrable falta de sentido de la existencia y la vida, representada en el juego de las máscaras que ocupan el lugar de lo sagrado y le cierran así el espacio a lo divino, porque esas máscaras se han divinizado.
Moral, religión, ciencia, arte, política, filosofía, y tantas otras, habríanse convertido en meras máscaras que impidieran ver qué hay más allá de ellas en el hombre, y, precisamente, por tratar de expresarle en la pretendida plenitud y complejidad del laberíntico juego de espejos en que se convierte su explicación como ente moral, racional, religioso, político, psicológico, etc; o por la preponderancia de alguno de ellos sobre los restantes. La paradoja de las máscaras consiste en obnubilar precisamente aquello que pretenden expresar u ocultar; si expresar, es entonces el intento de afirmar o negar lo divino lo que termina obnubilándole, pues, si le afirma, la Razón se identifica con lo divino - porque lo semejante sólo puede ser conocido por lo semejante - y, si le niega, la Razón ocupa su lugar; si ocultar, entonces la Razón desconoce las entrañas como símbolo y expresión de lo sagrado, pues éstas quedarían obviadas o tergiversadas ante la monocromática luminosidad de la razón lógica. Tanto en uno como en otro caso, es el intento de racionalizar lo divino lo que le obnubila, porque la Razón se diviniza, o sea, se convierte en la máscara de Dios, no siendo en verdad más que autodeificación.
Además de los golpes de martillo contra la metafísica y la teología - fundadas ambas en la, por incompleta, engañosa identidad lógica - el desenmascaramiento implicaba ir descubriendo aquellas temidas y temibles entrañas en rebelión contra el desdén altanero del logos racional, expresado a veces en un paternalismo que no llegaba a comprender su impostora paternidad, tal y como se expresa en la impecable panlogicidad de la concepción hegeliana. El espíritu, la cultura, justo lo que debiera alentar no sólo en el alma del hombre, sino en su ser todo, debió aparecer ante Nietzsche como moneda falsa, pues además de haberse desentendido de las entrañas, las había falseado, tratando de ‘explicarlas’ dialécticamente, como si ellas fueran conceptos, y como si ese hombre no fuera de suyo una criatura única e irrepetible en peligro de diluirse en la uniformidad propia de lo conceptual y perderse en el anonimato de su propio aliento cultural cosificante y cosificado.
La violencia de ese sacrificio iba a liberar las entrañas y también al espíritu. Fue más bien la rebelión de las entrañas, aún incomprendidas, que retomaban la voz para expresarse en el frenesí dionisíaco de la destrucción, desgarrándose a sí mismas y descalificando todo trasmundo metafísico que le hubiera servido de cárcel más que de hogar, llevándolas casi a la asfixia. Nada más temible que las entrañas en trance de ser asfixiadas, pues su peculiar ceguera ante el uniforme resplandor de la Razón las hace buscar el ‘orden’ que desordena, y no por el puro gusto del desorden, sino por la vital avidez del que siente el ahogo. Y es que las entrañas no podían salir sino hacia ‘adentro’, y salir hacia ‘adentro’ es sinónimo de rebelión, que es a la vez entrañarse, destilar la oscuridad de las cavernas en la voz desgarrada, a veces convertida en canto. De ahí que el estilo de Nietzsche se explique por ese entrañamiento que apenas deja espacio al sosiego de la recuperación de las entrañas por el pensamiento, ese que conduciría al método de la Razón Poética, por el cual se les intenta comprender y recorrer así el sinuoso camino de la sabiduría vital.
[7]
No alcanzó Nietzsche la logique du coeur como Razón poética, pero sí una suerte de ‘lógica’ de las entrañas que la preanuncia. La genealogía de la moral - de todo trasmundo metafísico-moral - suena más a sarcasmo contra la pretendida ascendencia o equivalencia divina (antivital) de la moral, racionalmente entendida, que a mesurado o piadoso adentrarse en sí mismo, aunque ya Zaratustra inicie ese camino como peregrino de sus propias entrañas, simbolizadas en los personajes que encuentra en su peregrinar, y que no son más que sombras o fantasmas de lo que él mismo u otros hubieran sido o creído ser. En el trato con esos personajes-símbolos, Zaratustra va como reabsorbiendo todo el pesar de ellos y el suyo propio, al tiempo que desenmascara la ambivalencia que suele encubrir al pesar del alma manifestado en la angustia. Es como si quisiera hacer de su corazón un océano que pudiera anegar y transformar en canto a la Aurora todo el padecer que late en las entrañas del hombre en discordia consigo mismo, la peor de las discordias quizá. Ejerce el profeta del Superhombre la piedad como trato con lo otro que él mismo hubiera sido o con lo que, aún no habiéndolo, resuena en su alma, impulsándola a darse. Se vale de una aparente dureza de corazón, pues debe ser implacable con todo sucedáneo que torciera su peregrinación hacia la Aurora. Extraño y peligroso viaje el de penetrar en los inferos de las propias entrañas y de las ajenas al par, para hacerlas a la luz comprendiéndolas.
Así se descubre que Pensar, lo que se dice Pensar en verdad, es conjuntamente descubrir el padecer originario, y padecer es sentir la carencia constitutiva que nos compulsa a salir de nosotros, a trascendernos en busca de lo que nos trasciende, estando de algún modo ya en esa carencia, aunque por una u otra ‘razón’ no nos percatemos o lo ocultemos con las ‘razones’ o con ‘sin-razones’. Es la trascendencia aparecida desde las entrañas, como huella incrustada en las cavernas del corazón, en el vacío que no es más que la huella del lleno que le habitó en otro tiempo, cuando no había tiempo.
El peregrinar del profeta se muestra así como adentrarse en su propio corazón, cuyo símbolo es la caverna habitada por Zaratustra
[8], y donde encuentra el reverso o el anverso, contrapeso quizá, de lo que se manifiesta ‘fuera’. Viaje al interior de sí que le hace comprender la relación con lo ‘exterior’ ; recorrido por los inferos donde va comprendiendo las torceduras y solapamientos de los impulsos del corazón cuando no tienen cabida en el ‘orden’ de la razón, en su ímpetu dominador, porque el amor, como ‘condena’ o impulso a amar, necesita ser asumido o al menos vivido no en otro orden que en del propio amor, o sea, en el ordo amoris.
Muchas confusiones se esclarecen o quedan en vías de serlo en este peregrinar, pues en el corazón se encuentra la raíz de todo lo que el idealismo ha dado como primario, incondicionado o fruto único y último del pensamiento y la razón. Se descubre que el ‘fuera’ no es más que el ‘dentro’ muchas veces encubierto, tergiversado y hasta paradójicamente opuesto a su primitiva intención, pues el ansia de ser se ha desvirtuado en imágenes, conceptos o normas, que lejos de encauzarla la petrifican al desvirtuarla, a menudo en bellas construcciones cristalinas, mas inhabitables por la fuerza de algún anhelo.
Siendo la palabra el vehículo por el que Zaratustra se adentra en el corazón, no es esta la palabra-instrumento, la modelada por las cosas y para ellas, sino aquella otra más originaria, surgida de la propia incapacidad para decirla toda y agotarla en el decir. La palabra poética es precisamente el sentir que desborda las cavernas del sentido, porque las anega recorriéndolas como ansia de ser convertida en canto; es la llama que al iluminar abre espacios al encauzamieto del ansia de ser. Y así, Zaratustra, transitando las sinuosidades del ‘dentro’, llega a la evidencia del corazón - tránsito análogo al trayecto cartesiano hacia la evidencia primera: cogito ergo sum -, aquella que le hace descubrir en el amor la conjunción de lo distinto en armonía, tal y como la Aurora lo es de luz y sombras, donde todo se da a ver en su estado originario, como aletear de la luz que revela lo que la excesiva luminosidad encubre con su talante de planicie: un Instante apenas, donde se besan pasado y futuro, el antes y el después, un Instante de amor.

Nietzsche vivenció, pensándolo poéticamente, el extremo contrario a la Aurora, que no es el día ni la noche, sino el Ocaso, como anticipación del retorno de la Aurora que funda “...el camino de vida en la esperanza”
[9]. Su filosofía lo es del Ocaso, pero justo por serlo, comprendió y anheló la Aurora, porque el Ocaso no es más que el envés de la Aurora, y pudiera ser el símbolo del sacrificio donde se espera la resurrección o el retorno, después de peregrinar en la noche oscura del alma.
Si la Aurora es el momento de la clara visión de lo Eterno en el Instante, el Ocaso es también el Instante de la diafanidad de lo Eterno que se aleja, es quizá el momento donde se siente más - más que verse - el abandono de la Luz y la carencia metafísica que constituye al ‘ansia de ser’ o ‘condena’ a amar del hombre, su vocación por la Luz. En el Ocaso se renueva el ciclo del recordar la armonía de la unidad perdida, alguna vez alcanzada en la historia, en su centro; el hombre se conoce como aquél desertor del kosmos, llamado a la recuperación de lo perdido.
La razón es la conquista más paradójica de lo humano, por que ella convierte al hombre en desertor de la unidad primera y, a la vez, en peregrino en busca de ella. Mas, si la deserción es posible, no lo es por la sola razón, sino ante todo porque la razón se constituye en esa carencia (déficit) metafísica asentada en la “memoria de la especie”
[10].
En la condición de criatura desertora radica la paradoja que hace al hombre, pues como desertor debe construirse su morada o crear un kosmos que ya es mundo o, más bien, historia inicialmente ensoñada, debiéndose así asemejar a Dios. Mas, como criatura, no puede fundar desde sí la unidad que ha abandonado y que, sin embargo, lo impulsa siempre a reconquistarla como promesa. Es esto lo que quizá animara a Sísifo en su trabajo: no tanto el castigo, apuesta más bien, impuesto por los dioses, sino su secreto anhelo de alcanzar la unidad perdida, ya entonces presentida por él como pérdida.
Así, Zaratustra, peregrino de la noche oscura del alma, se dispone a partir cuando percibe los primeros síntomas del Ocaso; sabe que debe atravesar la Noche inventándose en el recuerdo la luz del día. En la Noche, madre del sueño y de las mutaciones, se descubre el reverso de todo aquello que en el día tuviera voz y cuerpo: conceptos, valores, normas, fines, personificados o no,...; mas ahora resurgen como fantasmas que han rebasado su otrora realidad para hacerse semiseres atormentados por la apología que aún hacen de su antiguo ser. Y es que esos fantasmas ya no tendrían vida, si es que alguna vez la tuvieron en realidad. Sólo les queda esa, su semirealidad convertida en infernal laberinto, cual tormento de la luz obligada a transitar la oscuridad de las cavernas del corazón. Y el tormento proviene ante todo de no comprender las razones del corazón al modo en que la razón acostumbraba a conducirse en su gobierno solar. Se han convertido en semiseres cuya luz languidece mientras se adentran en la caverna, y, sin embargo, no pueden morir, porque los compulsa a adentrarse el mismo impulso que no saben comprender.
Peregrinar en laberintos es el esfuerzo por comprender el corazón desde el propio corazón, aunque se hubiera creído que con la sola razón bastara para comprenderle. Y es que la sola razón no cree en el sueño, aún cuando lo vea ante sí y trate de explicarle. Justo en explicarlo es donde la razón ‘pierde la razón’, porque allí no hay ya nada idéntico, todo parece mentir desde la hiperrealidad que sugiere tanto cuanto parece ocultar. El sueño no puede ser explicado desde ‘fuera’, es necesario adentrarse, entrar despierto en él para no dejarse atrapar por la dislocación del sentido habitual de las palabras e imágenes que en él aparecen. Zaratustra entra despierto al sueño de la Noche, más bien la apura en el Ocaso:
así caí yo mismo alguna vez
desde mi desvarío de verdad,
desde mis añoranzas de día,
cansado del día, enfermo de luz,
caí hacia abajo, hacia la noche,
hacia las sombras,
abrazado y sediento
de una verdad.
[11]
Que no hay modo de atravesar el laberinto en que se convierte la vida - y se sabe ya que la vida misma puede ser sueño -, si se ha renunciado a la búsqueda de la verdad, pues si Zaratustra se adentra en la Noche no es por cansancio de la verdad, sino por el ansia de ser en ella. De ahí que deseche toda justificación, asumiendo el delirio del pensar poéticamente desde el padecer la propia trascendencia. Delirio al que no le es ajena la peculiar lucidez de la embriaguez dionisíaca.
El delirio poético comporta una peculiar sabiduría, y es quizá el saber más profundo, porque: “...el mundo es profundo, y más profundo de lo que pensaba el día...”
[12]. Es la sabiduría vital implícita en el padecer la propia trascendencia, lo cual equivale a no agotarse en ninguna imagen-justificación surgida del aplacamiento que el sueño busca. El delirio es, en cierto modo, análogo a la embriaguez, porque en esta todo da vueltas en derredor, nada se mantiene, por lo que todo es exactamente nada, o sea, no se encuentra nada de lo que se busca. Más sólo a través del delirio se sabe que lo habido en derredor es nada, y el ser, por ende, no termina en los lindes de en derredor.
Trascendencia, embriaguez y delirio forman la tríada que converge en el descubrimiento de la vocación metafísica del hombre que llamamos su ‘condena’ a amar, porque sólo el amor que se revela ‘fuera’ y ‘dentro’, a la par, puede hacer trascender por su carencia, embriagar por su presencia presentida en la carencia, y hacer que el delirio se convierta en búsqueda mediante la palabra y la vida. Así, Zaratustra descubre el amor que alimenta y guía su peregrinar, pero sólo lo descubre al ir desenmascarando los fantasmas, iniciándolos en su metamorfosis, haciéndoles reconocer su irrealidad, sus límites y sus dobles fondos, donde la virtud se trueca en pecado; la mansedumbre en impotencia resentida; el altruismo en egoísmo; la justicia en enajenante igualitarismo; el amor en dependencia, porque la intencionalidad que define a lo moralmente ‘positivo’ no es el auténtico amor, sino su imagen de piedra, ídolo de sal que ha perdido el alma. Desde esa tríada Zaratustra descubre el abandono - que no distorsión - del amor, al par que su presencia, y por eso ha despertado al sueño en busca de ser, pues no hay modo de ser sin despertar o asumir la ‘condena’ a amar que conduce a la peregrinación y al despertar del ser en la vida, a través de la realidad.
Asiste Zaratustra al sueño de la Noche desde la precaria libertad, y aunque padece los tormentos en su peregrinar a la Aurora, se desprende de los tentadores letargos que le imposibilitan despertar y asumir las verdades del corazón, su logoi (logos), no admitidas por la razón. El profeta peregrino lo dirá así:
¿Qué dice la profunda medianoche?
‘ Yo dormía, dormía -
De un profundo sueño desperté:
El mundo es profundo,
y pensado aún más profundo que el día,
Profundo es su dolor -,
el gozo -, más profundo aún que el sufrimiento.
Dice el dolor: ¡pasa! Mas todo goce quiere
eternidad -
¡quiere profunda eternidad!
[13]


La angustia por el abandono (carencia) se ha presentado en el reconocimiento del vacío del corazón, despejado ya de los fantasmas en vías de su metamorfosis. Allí se muestra a la vez el lleno, la capacidad infinita de amar que lo habitó y lo hizo alentar en otro tiempo, pero sólo como huella estampada en el ‘dentro’ desde ‘fuera’, sólo como humilde morada construida para que el hombre la habitara, aunque éste se hubiera empeñado en habitarla como Razón de cristal, inhabitable de suyo, so pena de quedar en la peor de las invisibilidades, mas corriendo a la par el riesgo de perderse en la ceguera producida por la excesiva luz de consistencia uniformadora. Sólo se pudo habitar un palacio cristalino, cárcel del hombre más que morada, sueño más que Pensar en verdad.
La peregrinación de Zaratustra muestra que él es el maestro de sí mismo ante todo, porque no se deja llevar por el sueño, lo asume, piensa poéticamente sobre su contenido, y aún trata de desembarazarse de su infernal forma de ficticia temporalidad, que deja sin dirección al peregrinar.
Mas, ¿cómo es posible no dejarse envolver en el Ocaso, o hundirse sin saberlo en el sueño de la Noche, sin percatarse a la par del gran suceso que cambia la faz de todo cuanto fuera iluminado por la Razón, porque ella, la Razón, era Dios?. Que hundirse cuando el suelo huye bajo nuestros pies es inevitable. Mas una cosa es no tener conciencia o autoengañarse sobre ello, y otra bien distinta vivenciar el descenso u oscurecimiento, adelantándose a su inevitabilidad, pues “...camino hacia arriba, camino hacia abajo: uno y el mismo camino”, como dijera Heráclito, el ‘oscuro’ pensador.
La tan conocida frase de Nietzsche: “Dios ha muerto”, y las quizás menos conocidas, pero que la esclarecen: “¡Nosotros le hemos matado, vosotros y yo!. ¡Todos somos sus asesinos!”, ponen en claro el momento en que se acerca la Noche, y muestran la asunción lúcida y sincera de ese mundo infernal en que todo se desdibuja y todo tiene el mismo valor, porque nada lo tiene en realidad. Mundo este de sueños infernales al no tener salida, por no entenderse a sí mismo, pues ha enfermado de su propia lucidez, y la Razón no puede explicarse cómo sus sueños e ideales, si bien no siempre han criado monstruos, no los pueden albergar en su seno de uniforme lucidez para que lo dejen de ser, y, por ende, se encuentra confinada en la mansión que ella misma ha sido; confinamiento que más que a la penalidad por el Parricidio (Teocidio), apunta a la demencia o quizá al miedo de ver en el fondo o dejarse ver hasta el fondo. Sólo una gran sinceridad cuyo soporte sea la fe, puede hacer al hombre abismarse en su propio sueño infernal, cuando se saben perdidas todas las seguridades, salvo la nacida de la angustia en unión con la fe, pues allí la fe se transforma, se descubre en su pureza suprahistórica.

Parricidio y Teocidio.
Contra los ínferos del sueño no valen las razones que se desentiendan de ellos y, así, los trata de ocultar, sino la transformación de las razones que se abren a su comprensión para entenderlos, mostrándolos en la palabra o la acción, porque sólo la palabra poética - acción creadora de suyo -, que incluye y comprende sin uniformizar, puede servir de tránsito o escala para traspasar el umbral de los laberínticos sueños, transformándolos.
La situación cuasi edípica del hombre occidental es la que Zaratustra se apresta a desentrañar en el sueño de la Noche, y sólo lo puede hacer desde la inconmovilidad de una fe consustancial a la angustia sentida en el vacío del corazón que ha dejado tras de sí el Teocidio.
El Parricidio de Edipo es paradigmático, muestra la raigambre metafísica de la tragedia que se desenvuelve como sueño u obsesión apuntalados por (la) Moira. Del mismo modo que Edipo es el inocente-culpable, el hombre occidental lo es: ha dado muerte al Padre sin quererlo, mas no por azar, sino porque creyó que para saber quién era él (y el Padre) debía asemejársele, lo que, a fin de cuentas, equivale a ocupar su lugar, pues de lo que se trata es de ser y, más que de ser, de conquistar el ser haciendo que el Pensamiento produjera la vida, porque el Pensamiento era Dios.
La analogía de lo que adviene después de conocer del sueño, o sea, después de despertar al sueño de la Noche, se hace evidente. Edipo prefiere arrancarse los ojos y hundirse en la oscuridad de sí mismo, entrañándose aún más en la perplejidad producida por no saber si lo ocurrido fuera o no un sueño del cual despertaría alguna vez y al que no sabría hallarle solución, y en la medida que no pudiera hallarla, no sabría si estaría en un sueño que se realiza o en la realidad ensoñada, imposible de trascender. Edipo quiere desnacer, porque su padecer es ya ciego y no busca hacerse de algún modo a la luz, sino rehuirla en el paulatino apagamiento del lamento, imposible de dirigirse contra alguien, pues ya es increpación a la propia existencia, a lo más recóndito del ser sí mismo que ha quedado sin dirección con el asesinato del Padre.
Zaratustra, símbolo que resume el ser del hombre occidental, en trance ya de su disolución, se hunde en la Noche al conocer la tragedia del Parricidio-Teocidio y la responsabilidad contraida por los hombres con semejante acto ‘humano’, pues: “ ¿La grandeza de este acto no es demasiado grande para vosotros?”
[14]. Al hombre le va en ello su propia existencia, el haber perdido la luz-guía, el quedar ciego, aunque no quisiera reconocerlo y se aferrara aún más a los ídolos, exponiendo la religiosidad como mero mecanismo compensatorio convertido en automatismo del culto a lo desconocido e inaccesible, disfrazado de Porvenir, Progreso o Edad Dorada de la Humanidad, porque las convenciones y las conveniencias han obnubilado lo divino, desvirtuando a la par lo sagrado.
Al igual que Edipo, Zaratustra descubre el túmulo de sangre paterna sobre el cual se ha erigido el proyecto de ser del hombre occidental. La sangre, en ambas situaciones, es el emblema del carácter metafísicamente trágico de la existencia humana, pues la conquista del ser se ha revelado al fin como rebelión contra la vida. El ser, así entendido, no es más que conquista, pretensión de dominio sobre la vida dada, y pretensión asfixiante también sobre el sueño y las entrañas.



[1].- La presente ponencia resume lo expresado en nuestro ensayo Encuentro en el Amor: María Zambrano y Federico Nietzsche, publicado en: Revista Vivarium. Dpto. Med. Com. Soc. Arzobispado de La Habana. Núm. IX, Junio, 1994. Más que demostrar las mutuas relaciones entre el pensamiento de ambos autores, allí nos propusimos hacer una relectura de las principales ideas de Nietzsche, a través del método poético de la pensadora malagueña. Aquí, en la ponencia, nos hemos apoyado además en el ensayo de María Zambrano Nietzsche o la soledad enamorada En: Los intelectuales en el drama de España y escritos de la guerra civil. Editorial Trotta, S.A., 1998.
[2] .- Véase. Villate Díaz, J.L. Ensoñación ‘sobre’ la muerte y el sueño En: Revista Vivarium Dpto. Med. Com. Soc. Arzobispado de La Habana. Nº X, !995
[3] .- Un acercamiento a la escritura de Nietzsche, en cuanto ‘arte’ de la sospecha, puede verse en: Villate Díaz, J.L. Sospecha y modernidad En: Actas del VI Congreso “Diálogo Fe - Cultura”. La Laguna 1998.
[4] .- Véase, Villate. J. L, Poesía, hombre y cosmos en la filosofía de F. Nietzsche Ediciones Vivarium Arzobispado de La Habana, 1994.
[5] .- Lezama Lima, José. Introducción a los vasos órficos En: Confluencias Editorial Letras Cubanas, La Habana 1988. P.408.
[6] .- Villate Díaz, J.L. Sospecha y modernidad Op. Cit.
[7].- Zambrano,M. Acerca del método. La balanza. En: Anthropos Suplementos. Marzo-Abril, 1987. P.128-129.
[8].- No sólo ‘alegoriza’ Nietzsche la alegoría platónica de la caverna, sino, además, parece asumir el sentido sanjuanista de “las profundas cavernas del sentido”, en tanto ‘espacio’ de búsqueda y de presencia de Dios en el corazón del hombre.
[9] Marón, Florinda “Filosofía y Poesía: camino de vida en la esperanza”. En Rev. Vivarium. Arzobispado de La Habana, junio de 1993.
[10] Aludimos a Memoria de la especie, poemario inédito de nuestra entrañable amiga Lourdes Rensoli Laliga.
[11] Nietzsche, F. Poemas. Ediciones Hiperion. Tercera edición (bilingüe), Madrid, 1983. Pág. 73. Nos referimos al ditirámbico poema Nur Narr! Nur Dichter!
[12] Ibid., pág. 35
[13] Ibídem.
[14] Nietzsche, F. El Gay saber. Obras Completas. Editorial Aguilar, Buenos Aires, 1961. Tomo III, pág. 109; epíg. 125.