Thursday, April 21, 2005

Humanismo, inmortalidad y genoma humano.*


Por: Jorge Luis Villate Díaz


¿Qué es el hombre? ¿para qué sirve?
¿cuál es su bien y cuál es su mal?
El número de los días del hombre
mucho será si llega a los cien años.
Como gota de agua del mar, como grano de arena,
tan pocos son sus años frente a la eternidad.
(Eclo. 18, 8-10)



Desde muy antiguo la muerte ha sido la incógnita por excelencia para los hombres. Religiones, filosofías, artes, magias, ciencias, han tratado de responder al hecho incoercible de la desaparición física de los seres humanos, sea que buscaran alguna explicación o trataran de evitarla de algún modo[1].
Las teologías y filosofías la han considerado como hecho radical de la existencia humana, por paradójico que pueda parecer, pues, en cierto modo, la pregunta por el sentido de la vida ha estado condicionada por tal limitación, la cual resume la decadencia, transitoriedad y caducidad a las que parece estar sometido todo cuanto existe, pero quizá también exprese el límite que ayudaría a definir lo alcanzable para el hombre en ‘esta’ vida, y también definir el límite donde comenzaría la ‘otra’, en caso de creerse en la perpetuación -biológica o no- de la persona en la descendencia, la trasmigración, la reencarnación o en la resurrección bajo cualquiera de las formas históricas de sus respectivas comprensiones.
Así, el hecho de la muerte se convierte en el de su significado para el conjunto de previsiones, expectativas o proyecciones de la existencia humana, pues si la muerte adquiere algún significado es sólo porque parece poner fin inexplicable a esos elementos vitales y la trascendencia vital que implican, dado que tanto en las previsiones, expectativas o proyecciones se expresa el anhelo de inmortalidad consustancial a la vida, sobre todo cuando se hace consciente de sí misma
[2]. Pero ya que el cuerpo parece no acompañar tal anhelo, la conciencia sigue proyectando la inmortalidad de una vida que abandona la corporalidad, aunque sólo fuera transitoriamente, para continuar de algún modo. En todo caso, la identidad corporal, o corporeidad física, desaparece gradualmente bajo el influjo de la decrepitud biológica y tiene su fin en la ineluctable muerte física, sea interpretada desde el ángulo meramente científico, filosófico o teológico.[3]
Definir desde cualquier ángulo el sentido de la vida, o lo que ella sea, no puede desembarazarse de la certeza de la muerte, pues aún cuando sea considerada como tránsito hacia ‘otra’ vida, incluso la vida eterna, no deja de ser enigmático, al menos, el hecho de que se tenga que morir para continuar viviendo de algún modo.
Ha sido entonces, hasta ahora, la imposibilidad humana de alcanzar la inmortalidad lo que ha gravitado sobre la pregunta por el sentido de la vida y hasta sobre la vida vivida propiamente. Pero bien se haría en replantear esta cuestión a la luz de lo que a simple vista pudiera parecer otro de los incontables intentos humanos de alcanzar la inmortalidad. Nos referimos a los recientes descubrimientos en el campo de la biogenética que suponen la posibilidad de manipular genéticamente el mecanismo responsable del envejecimiento biológico y así prolongar indefinidamente la vida
[4]. Que esto pueda realizarse, no debe ser puesto en duda desde la teología o la filosofía, aún cuando cierta lectura de los textos bíblicos aparentara contradecir esa posibilidad - pues la muerte suele interpretarse como castigo de Dios a Adán por el intento de alcanzar la divinidad al margen del Dador de vida[5], y, por otro lado, ha sido considerada por la filosofía, en especial la platónica y la estoica, como hecho ineluctable para el cual el hombre hubiera de prepararse a través de la filosofía como modo de vida.
Las posibles repercusiones de esta posibilidad harían plantearnos la cuestión de sí la muerte, al menos en el sentido biológico, saldría de la esfera teológica o metafísica, siendo cuestión de la física no más, y, en definitiva, a tratar de responder a la pregunta sobre sí la vida biológica no sería más que un complejo sistema de reacciones físico-químicas e informáticas. La posibilidad de prolongar la vida indefinidamente o de evitar patologías actualmente letales, haría que la muerte ‘natural’ fuera un accidente biológico, defecto corregible de la naturaleza, o quizá la arrinconaría en las estadísticas de siniestralidad, siempre que los métodos de reanimación no lo impidieran. Se vería entonces que el sentido de la vida no depende enteramente de la certeza de la muerte “biológica” o “natural” y que, por el contrario, la pregunta por el sentido de la vida se haría más urgente, pues ese sentido se decidiría desde la vida, no desde una muerte cada vez más improbable. Esta urgencia surgiría precisamente del carácter indefinido de la vida. Y decimos indefinido en un doble sentido: por una parte, en cuanto a su duración, por otra, en cuanto a la posible carencia de finalidad que se desprendería de la ausencia de la muerte como final de la existencia biológica, pues la muerte es quizá lo único que ha perdurado, junto a la vida, sin que ninguna obra humana haya podido lograr sobrepasarle. Al menos la alternancia vida-muerte (biológica) quedaría abolida o mitigada, como quizá también la idea de la muerte biológica como castigo o precio que hubiera que pagar por algún supuesto pecado.
En tanto Dios sea Dador de Vida, y de Vida eterna, y no de la muerte, esa vida seguiría siendo comprendida como don gratuito por su sentido, pues si tentativamente se pudiera admitir que el hombre fuera capaz de evitar la muerte biológica y hasta de reproducir la vida a partir de lo inanimado, descubriendo los elementos y mecanismos que le dieron origen desde sus formas más elementales a las más complejas, no estaría en realidad creando nada, sino recreando lo ya dado como parte de la existencia o del Ser
[6]. Si la muerte no es un absoluto, en tanto no ha podido ser creada por Dios, no se vería la razón de por qué el hombre no pudiera suprimirla, y así prolongar indefinidamente la vida.
Si a menudo la muerte ha aparecido como certeza que hace girar sobre sí la pregunta por el sentido de la vida, no ha sido más que porque sería la fuente de la mayor infelicidad para el hombre, o sea, aquél límite que pondría coto a sus aspiraciones, tanto como individuo o como género. Así, de poder ser eliminada como posibilidad biológica, se vería que ha sido la vida el bien más preciado y el que ha determinado en realidad esa pregunta por la posibilidad de su agotamiento en la muerte, pues quizá la pregunta se haría desde el anhelo de inmortalidad que le guiaba.
Sin embargo, en cierto modo, la previsión de la muerte biológica ha vertebrado la vida humana de forma tal que, de lograr prolongarla indefinidamente, el modo de vivir humano se vería abocado a replantarse en algunos aspectos; así, por ejemplo, entre otros: el sentido de la procreación biológica, como modo de perpetuación de la especie humana; el del suicidio, como modo de poner fin a una vida que pareciera carecer de sentido por su carácter indefinido, porque el suicidio no ha hecho, hasta ahora, más que anticipar lo que inevitablemente habría de acaecer, pero de ser la duración vital indefinida, ¿sería aceptable, puesto que la duración indefinida pudiera ser opcional? ; o el de las condenas a muerte, que también la anticiparían; o el de la armonía entre el desarrollo físico y psíquico, pues ¿hasta dónde pudiera extenderse de forma armónica? El no morir quizá se convirtiera en un obstáculo, pues ¿reportaría el total dominio sobre su vida a los hombres el durar indefinidamente? ¿Y si la muerte fuera paso hacia otra vida, se evitaría ese tránsito con el durar indefinido?
Si el sentido de la vida no depende de la certeza de la muerte, sino de lo eterno que no se alcanza con el mero durar indefinido de la vida biológica, es porque ese durar indefinido tampoco reportaría la felicidad al hombre. Se vería que eterno e indefinido no son sinónimos, pues lo indefinido no es un absoluto al no abolir temporalidad alguna, sino sólo prolongarla aritméticamente. Luego, aquí quizá surgiría la paradoja según la cual pudiéndose vivir indefinidamente, esto sólo sería una hipótesis también indefinida, pues no habría quién pudiera comprobarla absolutamente, justo por lo indefinido de la virtual duración vital: lo indefinido de la duración impediría lo concluyente de cualquier comprobación. De ahí que lo indefinido no sobrepase el reino de lo cuantitativo y, por tanto, de la finitud.
No obstante, plantearse la posibilidad de lograr el carácter indefinido de la vida biológica haría revisar algunos conceptos filosóficos y/o teológicos que han identificado inmortalidad y vida biológica indefinida [perseverar en el propio ser], finitud y muerte, o que han visto la muerte biológica como consecuencia del pecado original
[7]. Que el pecado haya sido parangonado con la muerte, implica morir no sólo, y no tanto, biológicamente, sino sobre todo cuando se ha dejado de amar la vida en su sentido más alto, o sea, Dios, aún cuando no se le ame bajo ese nombre, ni se le invoque con ningún otro. La muerte toma aquí un sentido ‘sobrenatural’, aunque no divino, y esto porque, aún cuando se pueda vivir indefinidamente, si no se ama la vida bajo sus múltiples manifestaciones, esta carecería del sentido de lo eterno, es decir, actuaría contra el sentido propio que le anima, dando por resultado la pseudo-naturaleza, a veces disfrazada de sobre-naturaleza.
De lograrse el hipotético carácter indefinido de la vida biológica se pudiera pensar en la perdida del temor a la muerte por una especie de crédito vital ilimitado que garantizara la realización personal, pero el propio carácter indefinido pospondría la realización indefinidamente, resaltando quizá más la angustia por la finitud de lo humano, que puede subsistir o quizá agudizarse desde lo indefinido de la duración biológica. Desde aquí, la pregunta más bien sería qué entender por muerte y, por ende, por resurrección, reencarnación o trasmigración, pues si ella, la muerte, no llegara a verificarse en sentido biológico, ¿se colmaría el anhelo de inmortalidad desde la indefinida duración biológica? El de inmortalidad sí, si por tal se entendiera la duración indefinida; pero no el anhelo de eternidad correspondiente a aquella acepción de la muerte expresada en la transitoriedad y la caducidad de la existencia, o incompleto e insatisfactorio de toda realidad, si se le viera al margen de su consumación en sentido cósmico
[8].
Y es que vivir indefinidamente no es sinónimo de “vida eterna”, porque esta última implica la consumación cósmica, escatológica en fin, que en ese vivir no se podría lograr por su solo carácter indefinido. El temor a la muerte no es sinónimo de angustia por (de) la finitud (fugacidad, caducidad)
[9], aún cuando a menudo no se les distinga por considerar la vida biológica, o calidad de vida, el valor más preciado, antepuesto a todo otro valor; si aquél se pudiera atenuar e incluso desaparecer, esta seguiría condicionando la acción del hombre en el mundo, incluso desde la relativa tranquilidad aportada por el presumible carácter indefinido de la vida biológica.
Por muy indefinida que fuera la vida de los hombres, no se dejaría de sentir la duración de la existencia, y esto implica lo eventual, la posibilidad, la realización...; ¿sería más feliz el hombre, o menos, de durar indefinidamente, o de qué modo sentiría la felicidad?; ¿dejaría de aspirar a ella de durar indefinidamente? Por otro lado, ¿el durar de ese modo sería la garantía de ser feliz? Quizá habría quienes así creyeran alcanzar o tener la felicidad, al igual que hay quienes creen tenerla por cualquier otro motivo, aún cuando apenas lo tuvieran en realidad, más para entristecerse o avergonzarse. Mas, ¿es la felicidad una cuestión de grados? ¿Con qué rasero medirla? No se debería confundir aquí la felicidad con la satisfacción. Esta última pertenece al ‘reino’ de lo cuantitativo respecto de la felicidad. Se puede estar muy satisfecho, pero ser muy infeliz. La satisfacción pertenece a la ‘esfera’ del estar o del tener; la felicidad a la ‘esfera’ del ser, siguiendo la distinción de Gabriel Marcel. La felicidad más que todo tiene que ver con el sentido de la vida o de la existencia; la satisfacción, con las necesidades psicosomáticas más o menos cubiertas. Tampoco debería ser confundida la satisfacción psíquica (psicológica), o el descargo emocional, con la vivencia del sentido de la vida. El deseo de ser feliz, ¿puede ser interpretado (vivido) como el deseo de satisfacer alguna necesidad en particular? Quizá el deseo se sobrepase a sí mismo cuando se transforma en Amor (Eros). De ahí que la felicidad dependa del sentido trascendente encontrado en la vida (existencia), pero, ¿el sentido depende de ser encontrado? Más bien, ese sentido viene al encuentro, y pone en el camino de no quedarse sólo en la circularidad del deseo, porque eleva o purifica el Eros que le anima o constituye.La infelicidad se manifiesta como retroceso, decadencia o pérdida del ser, que puede convertir la existencia en mera satisfacción vegetativa o en inagotable inquietud, porque se buscaría su consumación allí donde no es posible alcanzarla. Los hombres buscan la felicidad, pero casi nadie sabe qué es, y en esto les va la inquietud, que más que acercar les aleja de ella, porque la sola inquietud sólo hace saber de la carencia sentida en el deseo, no del verdadero sentido de lo buscado. Aquí la felicidad aparece como un objeto o algo (estado psíquico,...) que hubiera de ser alcanzado, al par que aleja la posibilidad de su definitiva consecución.
Presumiblemente la conquista de la inmortalidad traería más satisfacciones a los hombres, pero no los haría dioses. Este quizá sería el ‘error’ de Adán, porque ¿cambiaría la inmortalidad biológica la naturaleza de lo humano? Quizá, y mucho, el modus vivendi de los hombres, pero no decidiría nada sobre su relación con la trascendencia. Se seguiría siendo “rey miserable”, en el sentido pascaliano, sólo que en este caso de manera indefinida, o, por el contrario, se estaría abocado a la conversión que en verdad dejara fuera la importancia de la duración biológica, porque anticiparía de algún modo lo eterno como humanismo de Dios, no de los hombres
[10], en el encuentro definitivo.
*Ponencia publicada en " Actas del IX Congreso Diálogo Fe-Cultura" C.E.T., La Laguna, Islas Canarias, España, 2000.

[1] El tema de la búsqueda de la inmortalidad es tan antiguo como el de la propia pregunta por el sentido de la vida. La literatura religiosa y/o filosófica recogen este tema desde textos tan antiguos como el Poema de Gilgamés o los fragmentos de Heráclito de Efeso. (Véase Errandonea Alzuguren, Juan: Eden y Paraíso. Fondo cultural mesopotámico en el relato bíblico de la creación. Ediciones Marova, S.L., Madrid 1966; Eliade, Mircea: Yoga: Inmortalidad y libertad. Editorial La Pléyade, Buenos Aires). Junto a lo anterior aparece también esta cuestión en el personaje de Fausto, como buscador de la inmortalidad que a la postre le dejaría insatisfecho. (Véase, Thielcke, Helmut: Vivir con la muerte. Editorial Herder S.A., Barcelona 1984. p. 137 a 153)
[2] También allí donde no existe la conciencia humana, parece expresarse idéntico anhelo vital-supravital en la perpetuación de la fecundidad biológica de las especies, y quizá también en la consistencia cambiante de todo cuanto nos rodea.
[3] La decrepitud biológica afecta también las funciones psíquicas del organismo humano, incluso puede suceder el deterioro psíquico o mental, sin que se vea acompañado del de la corporalidad; lo cual haría suponer que el anhelo de inmortalidad no tiene sólo un carácter consciente, sino que estuviera cifrado como tendencia en el organismo. El cáncer, como patología, representaría quizá la tendencia a la conservación de la vida, paradójicamente entrelazada a su devastación.
[4] Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana. Suplemento Anual, 1997-1998. Espasa-Calpe, S.A. Madrid, 1999. pág. 207.
Comentario aparte merecería la posible incidencia de los resultados que se pudieran obtener en las investigaciones del “Proyecto Genoma” sobre las ciencias históricas y la sociología. A primera vista, parece que se pudieran demostrar vínculos entre pueblos o razas de los que en la actualidad no existen testimonios históricos de su vinculación u origen común, lo cual, al menos, llevaría a tener en cuenta las similitudes genéticas como testimonios bio-históricos y, tentativamente, hacer posibles relecturas de la historia.
[5] Errandonea Alzuguren, Juan Op. cit. p. 506
[6] Abundamos sobre éste aspecto en nuestro ensayo, inédito, La ‘frontera’ de Adán.
[7] Ruiz de la Peña, J. L. El hombre y su muerte. Antropología teológica actual. Ediciones Aldecoa, S.A. 1971.
[8] Teilhard de Chardin, P. El fenómeno humano. Taurus Ediciones, Madrid 1967. 4ª Edición.
[9] Apoyamos esta distinción en la que al respecto hacen Sören Kierkergaard y Martin Heidegger, respectivamente. (Véase Kierkegaard, S. El concepto de la angustia. Espasa-Calpe, S.A., Madrid, 6ª edición 1963. p. 43; Heidegger, M. Ser y tiempo. Fondo de Cultura Económica, S.A. México 1988. 2ª ed. rev. 5ª reimp.)
[10] Barth, K. Actualidad del mensaje cristiano. En: Hacia un nuevo humanismo. Ediciones Guadarrama, S.L. Madrid, 1957. Pág. 81a 92.

Saturday, April 02, 2005

Kant y el ‘misterio’ de la metafísica.*



Por: Jorge Luis Villate Díaz.


Quizá hoy haya quienes se pregunten con cierto aire de ingenuidad mal disimulada, y hasta con algún desdén cuasi escéptico, ¿porqué seguir investigando el pensamiento de E. Kant, hic et nunc?, ¿qué sentido pudiera tener en la llamada época postmoderna, acercarse a construcciones especulativas supuestamente aptas sólo para anatomías mentales más gélidas que las que se nos atribuyen? A menudo las preguntas descubren más sobre el que las hace que las respuestas que puedan dárseles, si fuera acaso necesario responderlas. Más apropiado sería responderlas con la divisa que Kant adoptó: Sapere aude.
Valiéndonos de las interpretaciones de Heidegger y Jaspers, según las cuales el cuestionamiento de la metafísica por Kant se encaminó ineludiblemente al planteamiento del hombre como Dasein
[1] y Existenz[2], respectivamente, cuya constitución cognoscitiva, ética y estética explicaría las paradojas de la razón, metafisicas, como “necesidad natural” humana —al decir de Kant—, signada por el ‘juego’ de la trascendencia-inmanencia (limitación-apertura), creemos ver en la filosofía kantiana la conclusión esencial del fundamento racionalista de la filosofía moderna, en la medida en que la (des)fundamentación de la metafísica realizada por Kant, si bien afirma explícitamente la autonomía ético-racional del hombre, no se funda sino implícitamente en la trascendencia que sólo le es posible a un ser finito, constituido por la paradoja de ser siempre más de lo que sabe o pueda llegar a saber, de lo que debe hacer y de lo que es permitido esperar; y todo esto por ser en esencia algo radicalmente distinto de lo que cualquier concepción racional pueda brindarle como explicación de su ser, o sea, por estar fundado en la negatividad activa que implica su finitud, como deficit o carencia metafísicamente originarios, que se proyecta siempre en un ser-más, o un ser-distinto, de lo que realmente se es.
Sería inadecuado hablar de ‘problema’ del hombre y, por tanto, de ‘problema’ de la metafísica en la filosofía de Kant
[3]. Si el hombre sólo fuera un ‘problema’, incluso el de la problematización de la metafísica, no habría ya en realidad ‘problema’ alguno, sino ‘soluciones’ insatisfactorias a la postre, sujetas a la posible respuesta definitiva, lo cual obviaría su finitud constitutiva. En consecuencia, más acertado sería denominar como misterio el puesto metafísico que ocupa el hombre en (el) kosmoi, y hablar entonces de ‘misterio’ de la metafísica, como fundamento de la posibilidad de toda tematización o problematización racional.
Hablar del ‘misterio’ de la metafísica, y del hombre como ‘misterio’, en la filosofía kantiana, no es más que una forma de decir que el planteamiento de la pregunta por el hombre, y por la posibilidad de la metafísica, enraízan en lo que Gabriel Marcel llamara exigencia ontológica
[4], y que aquí denominaremos el misterio, sin más, pues se debe mantener a distancia, sin obviarlo, cualquier condicionamiento óntico que queriendo explicar lo que el hombre sea, desde un sector específico del saber científico, oculte lo oculto y su consiguiente develación en el ser del hombre.
En ir desbrozando el camino de condicionamientos ónticos que impidieran mostrar el misterio del hombre —la posibilidad de su trascendencia en la finitud del ser huamno en las tres dimensiones mencionadas— se muestra la dirección implícita de las críticas de la razón; la labor de la crítica se presenta como (des)fundamentación no sólo de todo (pre)supuesto y construcción racional que dé por sentado que el hombre “es” de algún modo (por analogía con los demás entes; ens rationis, ens naturae et ali), sino que apunta al cuestionamiento radical del ser del hombre (del qué es y del que es) desde las perspectivas a las que se dirigiera la estructuración de la crítica de la razón como sistema. El que a la razón, en su uso teórico, le fuera imposible lograr la síntesis absoluta de los principios fundacionales de su funcionamiento, a través de aquellas ideas o postulados que tendían a tal síntesis, sin lograrla en definitiva, no hizo más que marcar el límite del modelo de la racionalidad moderna (cartesiana en esencia), y el límite de lo que en otro lugar hemos llamado el paradigma antropológico clásico, cual forma de autocomprensión histórica del hombre
[5].
Ese límite señalaba los límites metafísicos de cualquier sistema racional que pretendiera incluir totalmente al hombre como parte del sistema, y quizá señalara que no hay sistema racional que así se pueda llamar si excluye la trascendencia como ‘misterio’ del hombre. La idea de la libertad, como condición metafísica, hacía imposible la definitiva construcción del sistema, pues el hombre, no ya como sujeto teórico, sino como el ser en el que se da (realiza) el acontecimiento del ser, escaparía parcial, pero indefectiblemente, a la visión que de sí mismo pudiera tener. Ludwig Wittgenstein lo expresó muy gráficamente al decir: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo”
[6], y también Friedrich Nietzsche cuando afirma: “Saber hasta dónde llega el carácter perspectivo de la existencia, o siquiera saber si la existencia posee también otro carácter; si una existencia sin explicación, sin “razón”, no es “sinrazón”, si, por otra parte, toda existencia no es esencialmente “explicativa”, es cosa que no puede ser decidida por los análisis y los exámenes del intelecto más asiduos y más minuciosamente científicos; el espíritu humano, durante este análisis, no puede hacer otra cosa que verse bajo sus propias formas perspectivas, y “únicamente” así”[7]. Y no es que no se intente siempre, por fuerza, incluir al hombre en algún sistema explicativo, pues la filosofía, las ciencias, e incluso las teologías, han tratado de buscar la explicación última del misterio del hombre. Se trata, más bien, del reconocimiento del misterio metafísico de la libertad que posibilita el Pensar, porque reconoce en la libertad no la perfección y soberanía absolutas del hombre, sino el padecer la propia trascendencia que lo hace salir de sí y proyectarse en el mundo sin agotarle, ni agotarse a sí mismo en lo óntico.[8]
El que la razón en su uso práctico pudiera establecer, sólo postulativamente, las ideas fundamentales de Dios, la libertad y la inmortalidad del alma, se debe ante todo a la paradoja de que sólo al mostrar la finitud del hombre ― presentada como límite teórico de la razón ―, se hace posible descubrir en la libertad la “...piedra angular de todo el edificio de un sistema de la razón pura, incluso la especulativa, y todos los demás conceptos (los de Dios y la inmortalidad) que como meras ideas, permanecen sin apoyo en la razón especulativa...”
[9]. Y decimos que es paradójico porque la libertad humana, sea como fundamento de la virtud (perfección), o consecuencia de su consecución, o como poder reportado por el conocimiento racional del mundo, no se deduce una racionalidad infinita(Razón, Espíritu Absoluto o Dios) y de la totalidad totalitaria que supone su reificación, sino justamente de la finitud constitutiva del hombre y de todo aquello que resulta del ejercicio de su libertad. O sea, el descubrimiento de la libertad como fundamento de la racionalidad se funda en la demostración de los límites de la razón teórica, límites que el racionalismo hegeliano traspasó al deificar la dialéctica de la negación como fundamento de todo lo real, sustancia y sujeto únicos a la par.[10]
La libertad, en tanto deficit, carencia o finitud originaria del ser del hombre, es condición sine qua non del diálogo como posibilidad de la trascendencia del ser de cada hombre hacia algo distinto de sí, siendo ya algo humano no obstante, pues allí, en la libertad, enraíza también la posibilidad de las diferencias y, al par, de las posibles coincidencias en la libertad y el diálogo que unifican, pero no uniformizan. Ningún género de Absoluto colmaría la finitud originaria del hombre, sino que le ocluiría en la presunta infinitud de la sustancia-sujeto, haciéndola finitud insertada en la maquinaría dialéctica en la que se convierte la vida y la historia desde las pretensiones absolutistas del género que sean. Las presuntas infinitudes ―sean de la sustancia-sujeto, cual principio infinito, único y soberano― no engendran diálogos, sino silencio, quietud, muerte, o en todo caso pseudodiscurso. Ya el propio Hegel lo reconocía implícitamente al expresar: “El ser puro y la nada pura son, por lo tanto, la misma cosa”
[11] , pero quizá le hubiera faltado decir que el Espíritu Absoluto y la Nada Absoluta, también lo son.[12]
A la infinitud del sujeto, como razón absoluta, Espíritu Absoluto, o racionalidad filosofante, le es imposible la trascendencia, pues todo le es inmanente; cae en la ilusión del verse absoluto y del saber absoluto de su propia acción; y justo allí se cierra la posibilidad de diálogo; a lo sumo, sólo se llegaría a la construcción de un ‘grandioso’ monólogo, porque no hay algo más allá del Aquél, o Aquello, que se piensa a sí mismo como sustancia-sujeto, y al pensarse y unificarse en sus diferentes figuras, termina eliminándose en la conclusión de su descomunal monólogo. No hay apertura hacia lo otro, porque no hay otro en realidad, sino el sí-mismo disfrazado de otro, o sea, pensamiento puro que se piensa a sí mismo, y eso, en verdad, no es Pensar, sino ejercicio racional en el vacío, relato del dominio autoconsciente que se agota en el dominio.
La libertad es apertura, trascendencia, que hace del hombre un ser que puede rebasar con su proceder el acontecer no sólo natural e instintivo, asumiéndolos, sino también el mecanismo social e, incluso, la racionalidad propia de los mecanismos jurídicos, o la arbitrariedad impersonalizada en la primacía de lo colectivo (social) sobre lo individual (personal).
La libertad, no tanto como idea, sino como “...piedra angular de todo el edificio de un sistema de la razón pura...”, es la que hace fracasar la síntesis última a la que tendió el afán sistemático de la metafísica racionalista, y aún de los sistemas teológico-especulativos de la antigüedad y el medioevo (léase Aristóteles y Tomás de Aquino), pues si bien, por un lado, la libertad funda la trascendentalidad de la razón teórica, por otro, la razón no puede penetrar la libertad, como su condición y piedra angular.
[13] Y es que la libertad es el marco general incondicionado, a partir del cual en el hombre se da y recibe a la par, descubriéndola también, la autonomía frente a la naturaleza (mecanismo, biologismo, psiquismo, etc.), y al conjunto de conductas heterónomas, sino que sólo a partir de la ruptura que ella crea en (el) Kosmoi, se hace posible retornar sobre él, recorriéndolo desde dentro, no sólo desde la perspectiva teórica, sino también ética y estética, por lo cual se reabre la identidad macrocosmos-microcosmos, como apertura fundacional del ser del hombre a la historia toda que lo constituye en su ser-tiempo.
Es la incondicionalidad de la libertad, apertura originaria del hombre, la que lo hace saber de sí y proyectarse en el mundo. De nada valdría huir de la originariedad de la libertad, porque como diría Jean Paul Sartre, estamos “condenados a ser libres”
[14]; y si el enunciado sartreano suena a paradoja, también la libertad es —como condición fundacional del hombre—, en sí misma, la paradoja por la cual se puede concebir la finitud inacabada del hombre en tanto Dasein. La libertad, así entendida, no se identifica con el modo con que una parte del pensamiento moderno le interpretó, es decir, como libero arbitrio, principio y resultado ante todo de su capacidad racional y de la racionalidad que de forma creciente fuera traspolándose al mundo hasta convertírsela en sustancia y sujeto de lo que se pudiera calificar como la apoteosis del racionalismo moderno en el panlogismo hegeliano[15].
La libertad no se define por lo que el hombre puede o no hacer, sino, justamente, porque posibilita poder, cuyo alcance no limita la libertad, más bien la determina en vista del fin. Es menester esta distinción, pues cuando Kant entiende la libertad como condición incondicionada la concibe como posibilidad propia del hombre, de su ser-hombre, y aún de la propia naturaleza, cuando es vista como presidida por una voluntad de forma, dirigida desde la libertad y hacia ella, aún a través del funcionamiento causalista prescrito por los principios descubiertos por la razón en su uso teórico. En cierto modo, Kant completa el concepto de ‘naturaleza’, en relación a las otras dos Críticas…, en la Crítica de la capacidad del juicio, pues allí la ‘naturaleza’ aparece como obedeciendo a una finalidad estética y, por ende, fundada y regulada por la libertad
[16].
Junto a la libertad, como condición metafísica del hombre, en tanto Dasein, aparecen las ideas de Dios y la inmortalidad del alma, lo cual obedece a la comprensión misma de la libertad como paradoja que constituye al hombre. La razón teórica no pudo más que rendirse ante su propia perplejidad paradojal, esto es: el misterio del ser y sobre todo el del hombre, en quien de algún modo nace el ser en la palabra y en la acción. Si desde la perspectiva teórica la razón podía tanto afirmar como negar la idea de Dios, pero en ningún caso demostrar su existencia, so pena de negarse a sí misma en la disolución de la verdad en antinomias, desde la perspectiva práctica se le reconoce como elemento consustancial a lo incondicionado de la libertad.
Es usual adjudicarle a Kant un extremo formalismo en su concepción ética, haciéndose énfasis en el dualismo entre lo sensible y lo inteligible que siempre amenazó con quebrar la consecución de la unidad del sistema de la razón.
[17] Pero se deja de ver aquí que el descubrimiento del carácter metafísico de la libertad (y no sólo inteligible) impedía el que esta pudiera estar condicionada por lo que precisamente ella condiciona, esto es: por la acción del intelecto en el mundo o por los afectos y las pasiones irremediablemente espiritualizados en el hombre, pero no por ello regidos del todo por la Razón. Es así que, para Kant, aunque el hombre pueda actuar regido por la sensibilidad, no lo hace más que apoyado en la libertad, bien que pueda obnubilarla al hacer de la apertura que él es una incrustación de sí mismo como ente entre los restantes entes.
El llamado formalismo de la ética kantiana tiene un sentido metafísico, representa esa especie de Ethos objetivo (trascendental) de la libertad, según el cual el hombre se orientaría a la autotrascendencia en vista de lo trascendente, o sea, de aquello que aún estando en su ser, le rebasa y fundamenta a la par en tanto hombre, diferente al resto de los seres.
El que el ser sea racionalmente paradójico, y sólo como libertad, idea de Dios e inmortalidad del alma se haga presente postulativamente a la razón ―pues no tiene objetos que le correspondan―, hace que el mundo, como la totalidad de lo visible (inteligible), no se cierre en la visión que el hombre pueda tener de sí y del mundo en algún momento de su existencia, y que el propio hombre tampoco pueda renunciar a la libertad como fundamento de su ser en tanto gratuidad a menudo incomprensible o rechazada, pero sobre todo comprometedora.

*Escrito leido en una de las sesiones de la inauraguración de la "Cátedra Voltaire" de la Universidad de La Habana. Museo Napoleónico, La Habana, 1993.


[1] Heidegger, M. “Kant y el problema de la metafísica”. (Parte Cuarta) F.C.E. México - Buenos Aires, 1954.
____________ “Schelling y la libertad humana”. Monte Avila Editores, Caracas, Venezuela, 1985. Pág. 40 a 51.
[2] Nos apoyamos también en la idea de Karl Jaspers, según la cual “...el hombre es siempre más de lo que sabe y puede saber de sí mismo”, en: “Sobre mi filosofía”, Marías, Julián “La filosofía en sus textos” Ed. Labor, Barcelona, 1962. p.521.
Véase al respecto: Portuondo Pajón, Gladys “La filosofía como aclaración de la "existencia" en Karl Jaspers” (Tesis Doctoral. Versión PDF, págs. 64, 65 y 99)
[3] Heidegger, M. Idem.
[4] Marcel, G. “El misterio del ser” Editorial Sudaméricana, Buenos Aires, 1953. Parte II. Tercera Lección: La exigencia ontológica. p.227 a 242
[5] Villate Díaz, J. L. “Poesía, hombre y cosmos en la filosofía de F. Nietzsche”. Ediciones Vivarium (Dpto. Med. Com. Soc. Arzobispado de La Habana), 1994.
[6] Wittgenstein, L. “Tractatus logico - philosophicus”. (proposición 5.632)
[7] Nietzsche, F. “La Gaya Scienza” Obras Completas. Editorial Aguilar. Buenos Aires, 1961.Tomo III, pág. 189, aforismo 374.
[8] Zambrano, M. “El hombre y lo divino”. Ediciones Siruela. 1991.Véase en especial: “La última aparición de la nada.” p. 175
[9] Kant, I. “Crítica de la razón pura”. Ed. Ciencias Sociales. La Habana, 1973. Pág. 457-458
[10] Deleuze, Guilles “Nietzsche y la filosofía” Editorial Anagrama, Barcelona. 6º edición, 2000, p.228-230; p. 256
[11] Hegel, G.W.F. “Ciencia de la lógica”. Ed. Solar - Hachette, 1968. Tomo I. pág. 5.
[12] Deleuze, G. Idem.
[13] Kant, I. Op. cit. pág. 458
[14] Sartre, J.P. “El ser y la nada; ensayo de ontología fenomenológica”. Ed. Losada. Buenos Aires, 1966. Pág. 18
[15] Vale recordar aquí cómo E. Husserl distingue y relaciona, a su vez, ego cogito y ego volo en la concepción cartesiana. Véase, Husserl, E. “Meditaciones cartesianas”. Paragráfos 10 y 11
[16] Villate Díaz, J. L. Ensayo introductorio a la “Crítica del juicio” Ed. Ciencias sociales, La Habana, 1994
[17] Cassirer, E. “Kant, vida y doctrina”. FCE, México, 1978. p. 419-420


Thursday, March 31, 2005

Friedrich Nietzsche y el Ethos de la subversión.*



Por: Jorge Luis Villate Díaz.



El pensamiento de F. Nietzsche es, sin dudas, referencia ineludible para la filosofía del siglo XX, y aún también para la Teología, pero mucho más si de lo que se trata es de hacer un alto en el camino para la reflexión ética, pues ya la obra del autor alemán constituye de por sí uno de los cuestionamientos más ‘incómodos’ en el decursar de la filosofía y la cultura occidental. El propio decursar histórico, entendido como progreso o desarrollo, queda en entredicho para Nietzsche. La religión, la moral, el arte, la política, las ciencias y hasta la filosofía, y sobre todo ella, no escaparon a los inquisitivos y mayormente cáusticos ‘análisis’ de un pensamiento poético reacio a cualquier sistematización conceptual.
Cuestionamiento y subversión de los valores pudiera ser la frase que describiera, grosso modo, la ‘filosofía’ de Nietzsche; cuestionamiento y subversión que involucran no sólo , y no tanto, a la Moral como conjunto de normas correspondientes a determinados ideales de vida sustentados por valores, sino que explayan el sentido de los valores más allá de la acepción estrictamente normativa o ética, en tanto pueden ser considerados como aquello que unifica y modela los modos de vivir, las aspiraciones, ideales, pero también las imposibilidades, prohibiciones y prioridades del ser de lo humano. Lo humano del ser humano es, a fin de cuentas, un valor, como también lo es el ser de lo humano.
Tal cuestionamiento lleva implícito otros, quizá más fundamentales: ¿quién y cómo ha creado los valores?, ¿pueden acaso ser transformados, revalorizados y resemantizados, o pueden considerárseles eternos?, ¿para quién valen o dejan de valer?. Y si, en definitiva, los valores no valen, valen a medias, dejan de valer o ‘enloquecen’ al valer todos lo mismo, y, por tanto, nada valen, cómo vivir en lo adelante, cómo valorar, actuar, pensar y sentir humanamente; ¿sería posible fijar el sentido al que parece apuntar la vida?.
Se evidencia así que el cuestionamiento de Nietzsche se dirige, en el fondo, al ser mismo del hombre, y se configura en la peculiar antropología poética como ‘arte’ del enmascaramiento desenmascarador. Si la poesía es pura imitación, según la "...condenación platónica de la poesía..." ,al decir de María Zambrano –equiparable a la farsa, por ser la esfera de la locura y la pasión– nadie mejor que ella podría introducirse en medio de la dislocación de los valores para saber a fondo el argumento real de la farsa que ellos puedan representar. Los valores pretenden valer, pero no valen justamente lo que pretenden.

La ‘malicia’ de Nietzsche, su ‘arte de la sospecha’(1) como ‘filólogo’ y consumado ‘psicólogo’, así como la ‘higiene’ preconizada en relación con el ‘efecto fisiológico’ (léase antivital) de ciertos ‘valores’, deben entenderse en la perspectiva de lo que denominamos antropología poética, o sea, el ‘arte’ de leer el sentido soterrado de todo discurso, pero también el ‘arte’ de escribir "...para todos y para ninguno..." , tal y como reza en el subtítulo ‘aclaratorio’ de Así habló Zaratustra, y más explícitamente en una sentencia versificada de la Canción del Príncipe Vogelfrei.: "Quien no sepa leer que no me lea
que es fácil que el demonio le posea". (2)

Nietzsche quiso ir más allá de todo valor, a aquello que los fundamenta o los des-fundamenta, sin ser ello mismo un valor, sino lo que los hace valer o no valer, o sea, ser valores vivos que integren el auténtico Ethos de lo humano y no meras máscaras asfixiantes de la vitalidad que les debe alentar.

El sentido metafísico de la antropología poética de Nietzsche esboza un modo sui generis de hacer Teología, escandalizadora por la revelación negativa en la que se apoya, esto es: Gott ist Tod . Pero no por esa negatividad fundante se le podría descalificar como Teología, pues parte justamente de la "muerte" de Dios como ‘asesinato’ de Dios por los hombres (3); una revelación donada por el silencio de Dios (equiparable a la exanimación de los valores), aunque en el sentido teológico tradicional tampoco pudiera entendérsele como tal revelación.
No es teología positiva por cuestionarla precisamente a ella y al modo en que ha interpretado el Evangelio, sobre todo desde la cosmovisión paulina (4). Támpoco es teología negativa -aunque a esta se asemeja más, y, sin dudas, se nota su mayor cercanía a la tradición de la dialéctica y la teología negativas- , porque al constatar la "muerte" de Dios, pasa a la búsqueda del Dios vivo (vital), del Dios "sensible al corazón", al decir de Pascal, y describe a la par ,o más bien profetiza, la tragedia del hombre cuando lo humano pierde su referencia a lo divino y no encuentra aquel espejo que le devuelva su imagen, porque esta se ha fragmentado, siendo que ya no se sabría cuál o quién es la imagen, o cuál o quién el referente.
De ahí que seguir sosteniendo la idea de lo humano, después de saber la "muerte" de Dios, se convierte en un acto "demasiado humano", propio de lo que Nietzsche llamara "últimos hombres", aquellos que por su forma hominida pueden aparentar su humanidad, pero que han trastocado lo divino por lo sagrado, y lo sagrado desdivinizado, o sea, la idolatría de la que sólo es capaz la lucidez de una conciencia ensoberbecida en y por el (pseudo)dominio de sí misma y del mundo.
No aboga Nietzsche por el mutismo ante la inefabilidad de Dios, al modo de Meister Eckhard; por el contrario, ello le conduce al escuchar y decir poético, porque de algún modo se intuye el decir del Creador (Poeta del Cielo y de la Tierra) tras su Silencio.
La destrucción o des-construcción del discurso teológico-metafísico tradicional, sería el primer momento de esa búsqueda. Bajo el martillo del filósofo-poeta vuelan los fragmentos del Dios-Razón, primer motor aristotélico-tomista, cuya aséptica santidad creara un abismo compuesto de condicionamientos, cual escalones ‘naturales’ de una inalcanzable cúspide moral. Pero la pregunta que desplomaría el equilibrio de esa construcción indaga por la genealogía de aquella ‘perfecta’ geometría teológica, o sea, pregunta, ¿cómo y de dónde surgió la vivencia del Dios-Ley-Razón-Justicia? y ¿a qué aspiraciones humanas responde y qué tipo de psicología humana (modo de ser) es portadora de tal vivencia?, en fin, ¿cuál es el componente antropológico de la vivencia de lo divino por el hombre, que ha desvirtuado el auténtico Evangelio, según Nietzsche?.(5).
Se situa así nuestro autor en la perspectiva decimonona de la crítica más o menos incipiente a la modernidad (Rousseau, Kierkergaard, Marx, Freud, Baudelaire y otros) y en la de las investigaciones modernas sobre La Biblia, pero, a diferencia de sus coetáneos, pone en tela de juicio todo talante cientista que no pasaría de ser la expresión del modo de ser alcanzado por el hombre occidental, cuyos fundamentos heleno-judaícos habría que revisar genealógicamente para manifestar la vivencia constitutiva de ese modo de ser y sus consecuencias nihilistas o autodestructoras.
Psicológicamente visto, el ideal del Dios-Ley, asépticamente moralizado, obedece, al igual que el Dios-Razón, a la necesidad de calma de quien se siente metafísicamente culpable, [e incluso se inventa la metafísica desde la culpa-resentimiento] pues todo culpable, aún cuando huya, anda en busca de quien le condene; y culpable se siente por haber faltado a algún pacto o norma que necesita reparar, sea mediante la condena o el perdón a la inevitable limitación humana. El Dios que juzga los actos humanos no es más que la figura proyectada por la conciencia metafísicamente culpable, que no busca más que reiterar ad infinitum el equilibrio circular que garantice sentirse por siempre culpable-condenada-absuelta-virtuosa-pecadora-culpable... Tanto el Dios-Razón, como el Dios-Justicia, no conocen el perdón, pues son proyecciones de la necesidad de condena-absolución de quien no se sabría perdonado en verdad. Si con Jesucristo se quita el pecado del mundo, a través del perdón y el amor, es porque ya no se necesita más al Dios-Ley que aguijonea el sentimiento de culpabilidad que le crea y le convierte en un modo de ser ‘humano’. La experiencia ‘religiosa’, desde éste sentimiento metafísico de culpa, proyecta y vivencia un Dios-verdugo. En él aparece la imagen de la autotortura que suele esconderse en la aspiración a la asepsia moral, sin encontrar el camino del auténtico perdón, pues la Ley del Amor difumina la culpa, la absolución, la condena y el pecado, porque ese Amor, el de Dios, no juzga, y si lo hace, no tendríamos ni la menor idea de cómo lo haría, tal y como sucede cuando despertamos de las pesadillas sin saber cómo ni por qué.

San Pablo, para Nietzsche, sería el ejemplo más nítido de la tergiversación del Evangelio en Disangelio, pues en él la astuta conciencia pecaminosa subvierte el mensaje de Amor y perdón - y con ello la vivencia de agradecimiento y entrega incondicional de la vida vivida como sobrevida hic et nunc -, al sentirse a sí misma como conciencia separada de Dios; ella se reinventa la expiación para agradar a Dios, pues no se comprende cómo si el Amor todo puede esperarlo, no puede esperar, perdonar y transformar incluso lo más horrendo. Si es necesario agradar a Dios es porque se supone que puede estar disgustado, colérico o triste, por haber el hombre faltado al pacto. Si es necesario convencerle con razones es porque se le ve como el impasible juez, cuya acción no iría más allá de los límites de la mera justicia.
Se trata entonces de la vivencia de conversión y fe como gestos de agrado al Dios que se le ‘ama’ porque en el fondo se le teme, y se le teme porque es la imagen de la conciencia culpable ‘jugando’ a ser su propio juez. Tal ‘juego’ buscaría no más, aunque implícitamente, que la perpetuación del juicio y la condena, aún cuando la figura que adopte la conciencia pecaminosa sea la del ‘perdón’ y el ’amor’, sublimándose a sí misma en la forma de conciencia casuísticamente absuelta. Esa conciencia busca el perdón de modo que nunca se sintiera perdonada en verdad, porque siempre quedaría un resto de pecaminosidad o culpa que le haría solicitarlo de nuevo. No soportaría saberse perdonada de una vez y por todas, o saberse no culpable en realidad; y de postular el perdón definitivo, sólo lo haría porque ese perdón serviría para hacer culpables a otros, transmitiendoles no el auténtico perdón, sino el germen de la culpa y el ‘antídoto’ paradójicamente culpabilizador, disfrazado de ‘perdón’.
Todo condicionamiento del perdón lo eliminaría como auténtico perdón. El amor y el perdón, sin condiciones, son casi incomprensibles para el ser humano, regido ontológicamente por condicionamientos económicos, sociales, políticos, psicológicos, biológicos, etc, porque él no es Dios.

La dinámica de la conciencia pecaminosa hace que se reinvente constantemente la Ley, restituyéndole no tanto en la letra como sí en la normatividad carente de Espíritu, justamente la Ley y la norma que Jesucristo sustituyó por el Amor de Dios en él hecho carne. ¿Qué no hubiera perdonado Jesús?, si perdonó hasta sus propios asesinos, porque la muerte es difuminada por el Amor y el auténtico perdón.

El sentido nihilista de la muerte es la realidad creada por la conciencia pecaminosa, es el ‘castigo’ autoimpuesto por la falta y la desobediencia inevitables en la conciencia ajena a Dios, o sea, al Amor.
La culpa y el pecado, como realidades psicontológicas, tienen un sentido nihilista para Nietzsche; centrifugan todo auténtico valor, regurgitándolo luego en forma tergiversada. El sentido nihilista de la culpa y el pecado trastoca el amor en dominio y dependencia moral, es decir, en código por el cual el hombre se empeñaría en hacerse ‘bueno’ (agradable) a la vista de Dios, aunque para eso tenga que renunciar a una parte de sí mismo, sin la cual tampoco sería criatura de Dios. La realidad psicontológica del pecado puede tergiversar la convicción, el orgullo, la valía, el disfrute, la disensión y la alegría que pueden surgir al margen de determinada interpretación del Evangelio, pero que, por sí mismos, pueden expresar también el Amor del mensaje, ser vividos desde él o llevar incluso a él.
Al pretender la "subversión de los valores", la interpretación del cristianismo por Nietzsche trata de desentrañar el basamento antropológico desde el cual se vivencia el Amor de Jesús como fuente última de toda auténtica subversión de valores. Constituido esencialmente por la dinámica de la conciencia pecaminosa, ese basamento antropológico logró la tergiversación de la auténtica subversión por el Amor. Se acumuló así el estrato de la tergiversación sobre la auténtica subversión, hasta el punto de cambiar la vivencia humano-divina del Amor por la dialéctica del amor-odio, haciendo aparecer esta última como Evangelio.
La finalidad implícita en esta tergiversación es la "muerte" de Dios por partida doble. Primero, como incomprensión de la vida y la muerte del Hijo del hombre y del mensaje que él mismo constituye. Segundo, como la "muerte" de Dios que esa tergiversación, ya secularizada, hubo de fabricarse y en la cual se fundó el ‘orden moral’ (los valores) regente del modo de ser ‘humano’, haciendo idéntico, por una parte, lo ‘humano’ y lo cristiano, o, por otra, contraponiéndolos del todo.

El "nihilismo pasivo", pero a la par reactivo, o sea, el ressentiment, aparece entonces como supuesto encubierto y resultado último de la tergiversación del Evangelio. Y de lo que se trata, para Nietzsche, es de culminar con toda la coherencia lógica del nihilismo la tarea iniciada por ese nihilismo más o menos soterrado, descubriendo así la falsedad de su tergiversación "disevangelista" y, por tanto, de su consecuencia fundamental, esto es, la "muerte" de Dios.
No se propuso Nietzsche cambiar unos valores por otros o reformular su jerarquía. Más bien quiso manifestar, por un lado, el signo negativo de la vivencia que los invierte y, por otro, aquello que les hace adquirir o realizar su auténtico sentido en la vida humana, para que pueda ser vivida como sobrevida, esto es: el Amor.

Los discursos de Nietzsche sobre el "superhombre", la "subversión de los Valores", el "eterno retorno" y otros símbolos de su pensar poético, no deben ser entendidos más que como componentes de una peculiar arqueología de la vida emocional. que descubre los mecanismos del Amor como realidad suprema, trascendente e inmanente a la par, pero en todo caso el único y múltiple camino de superación para el ser humano y de auténtica conversión del kosmoi hacia el ordo amoris.(6)



*Ponencia publicada en: "Actas del V Congreso Diálogo Fe-Cultura". C.E.T., La Laguna, Islas Canarias, España, 1998.

Notas y referencias:

1.- Hemos expuesto nuestra opinión respecto al ‘arte de la sospecha’, como modo de filosofar, en el ensayo "Sospecha y Modernidad", premiado en el Concurso Literario correspondiente al VIII Encuentro en la Cultura del Centro de Estudios Teológicos de La Laguna.
2.- Nietzsche, F. Obras Completas. Ed. Aguilar. Buenos Aires, 1961. Tomo III. p.225.
3.- Ibiden p.108. epígrafe 125
4.- Nietzsche, F. El Anticristo Ed. Alianza. Madrid, 1982
5.- Op. cit.(véase especialmente las versiones primitivas o borradores que le sirvieron de base a Nietzsche para la redacción final de los epígrafes donde ‘examina’ el talante nihilista de la primera interpretación de la figura de Jesucristo. Allí aparece explicitado el neologismo disevangelista, que Nietzsche creó para referirse a la interpretación neotestamentaria, en especial la paulina, de la figura de Jesús, su vida, muerte y resurrección)
6.-Desarrollamos más detalladamente algunas de las ideas aquí sólo enunciadas en el ensayo Poesía, hombre y kosmoi en la filosofía de F. Nietzsche Ediciones Vivarium. Dpto de Medios de Com. Soc. Arzobispado de La Habana, 1994.