Saturday, April 02, 2005

Kant y el ‘misterio’ de la metafísica.*



Por: Jorge Luis Villate Díaz.


Quizá hoy haya quienes se pregunten con cierto aire de ingenuidad mal disimulada, y hasta con algún desdén cuasi escéptico, ¿porqué seguir investigando el pensamiento de E. Kant, hic et nunc?, ¿qué sentido pudiera tener en la llamada época postmoderna, acercarse a construcciones especulativas supuestamente aptas sólo para anatomías mentales más gélidas que las que se nos atribuyen? A menudo las preguntas descubren más sobre el que las hace que las respuestas que puedan dárseles, si fuera acaso necesario responderlas. Más apropiado sería responderlas con la divisa que Kant adoptó: Sapere aude.
Valiéndonos de las interpretaciones de Heidegger y Jaspers, según las cuales el cuestionamiento de la metafísica por Kant se encaminó ineludiblemente al planteamiento del hombre como Dasein
[1] y Existenz[2], respectivamente, cuya constitución cognoscitiva, ética y estética explicaría las paradojas de la razón, metafisicas, como “necesidad natural” humana —al decir de Kant—, signada por el ‘juego’ de la trascendencia-inmanencia (limitación-apertura), creemos ver en la filosofía kantiana la conclusión esencial del fundamento racionalista de la filosofía moderna, en la medida en que la (des)fundamentación de la metafísica realizada por Kant, si bien afirma explícitamente la autonomía ético-racional del hombre, no se funda sino implícitamente en la trascendencia que sólo le es posible a un ser finito, constituido por la paradoja de ser siempre más de lo que sabe o pueda llegar a saber, de lo que debe hacer y de lo que es permitido esperar; y todo esto por ser en esencia algo radicalmente distinto de lo que cualquier concepción racional pueda brindarle como explicación de su ser, o sea, por estar fundado en la negatividad activa que implica su finitud, como deficit o carencia metafísicamente originarios, que se proyecta siempre en un ser-más, o un ser-distinto, de lo que realmente se es.
Sería inadecuado hablar de ‘problema’ del hombre y, por tanto, de ‘problema’ de la metafísica en la filosofía de Kant
[3]. Si el hombre sólo fuera un ‘problema’, incluso el de la problematización de la metafísica, no habría ya en realidad ‘problema’ alguno, sino ‘soluciones’ insatisfactorias a la postre, sujetas a la posible respuesta definitiva, lo cual obviaría su finitud constitutiva. En consecuencia, más acertado sería denominar como misterio el puesto metafísico que ocupa el hombre en (el) kosmoi, y hablar entonces de ‘misterio’ de la metafísica, como fundamento de la posibilidad de toda tematización o problematización racional.
Hablar del ‘misterio’ de la metafísica, y del hombre como ‘misterio’, en la filosofía kantiana, no es más que una forma de decir que el planteamiento de la pregunta por el hombre, y por la posibilidad de la metafísica, enraízan en lo que Gabriel Marcel llamara exigencia ontológica
[4], y que aquí denominaremos el misterio, sin más, pues se debe mantener a distancia, sin obviarlo, cualquier condicionamiento óntico que queriendo explicar lo que el hombre sea, desde un sector específico del saber científico, oculte lo oculto y su consiguiente develación en el ser del hombre.
En ir desbrozando el camino de condicionamientos ónticos que impidieran mostrar el misterio del hombre —la posibilidad de su trascendencia en la finitud del ser huamno en las tres dimensiones mencionadas— se muestra la dirección implícita de las críticas de la razón; la labor de la crítica se presenta como (des)fundamentación no sólo de todo (pre)supuesto y construcción racional que dé por sentado que el hombre “es” de algún modo (por analogía con los demás entes; ens rationis, ens naturae et ali), sino que apunta al cuestionamiento radical del ser del hombre (del qué es y del que es) desde las perspectivas a las que se dirigiera la estructuración de la crítica de la razón como sistema. El que a la razón, en su uso teórico, le fuera imposible lograr la síntesis absoluta de los principios fundacionales de su funcionamiento, a través de aquellas ideas o postulados que tendían a tal síntesis, sin lograrla en definitiva, no hizo más que marcar el límite del modelo de la racionalidad moderna (cartesiana en esencia), y el límite de lo que en otro lugar hemos llamado el paradigma antropológico clásico, cual forma de autocomprensión histórica del hombre
[5].
Ese límite señalaba los límites metafísicos de cualquier sistema racional que pretendiera incluir totalmente al hombre como parte del sistema, y quizá señalara que no hay sistema racional que así se pueda llamar si excluye la trascendencia como ‘misterio’ del hombre. La idea de la libertad, como condición metafísica, hacía imposible la definitiva construcción del sistema, pues el hombre, no ya como sujeto teórico, sino como el ser en el que se da (realiza) el acontecimiento del ser, escaparía parcial, pero indefectiblemente, a la visión que de sí mismo pudiera tener. Ludwig Wittgenstein lo expresó muy gráficamente al decir: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo”
[6], y también Friedrich Nietzsche cuando afirma: “Saber hasta dónde llega el carácter perspectivo de la existencia, o siquiera saber si la existencia posee también otro carácter; si una existencia sin explicación, sin “razón”, no es “sinrazón”, si, por otra parte, toda existencia no es esencialmente “explicativa”, es cosa que no puede ser decidida por los análisis y los exámenes del intelecto más asiduos y más minuciosamente científicos; el espíritu humano, durante este análisis, no puede hacer otra cosa que verse bajo sus propias formas perspectivas, y “únicamente” así”[7]. Y no es que no se intente siempre, por fuerza, incluir al hombre en algún sistema explicativo, pues la filosofía, las ciencias, e incluso las teologías, han tratado de buscar la explicación última del misterio del hombre. Se trata, más bien, del reconocimiento del misterio metafísico de la libertad que posibilita el Pensar, porque reconoce en la libertad no la perfección y soberanía absolutas del hombre, sino el padecer la propia trascendencia que lo hace salir de sí y proyectarse en el mundo sin agotarle, ni agotarse a sí mismo en lo óntico.[8]
El que la razón en su uso práctico pudiera establecer, sólo postulativamente, las ideas fundamentales de Dios, la libertad y la inmortalidad del alma, se debe ante todo a la paradoja de que sólo al mostrar la finitud del hombre ― presentada como límite teórico de la razón ―, se hace posible descubrir en la libertad la “...piedra angular de todo el edificio de un sistema de la razón pura, incluso la especulativa, y todos los demás conceptos (los de Dios y la inmortalidad) que como meras ideas, permanecen sin apoyo en la razón especulativa...”
[9]. Y decimos que es paradójico porque la libertad humana, sea como fundamento de la virtud (perfección), o consecuencia de su consecución, o como poder reportado por el conocimiento racional del mundo, no se deduce una racionalidad infinita(Razón, Espíritu Absoluto o Dios) y de la totalidad totalitaria que supone su reificación, sino justamente de la finitud constitutiva del hombre y de todo aquello que resulta del ejercicio de su libertad. O sea, el descubrimiento de la libertad como fundamento de la racionalidad se funda en la demostración de los límites de la razón teórica, límites que el racionalismo hegeliano traspasó al deificar la dialéctica de la negación como fundamento de todo lo real, sustancia y sujeto únicos a la par.[10]
La libertad, en tanto deficit, carencia o finitud originaria del ser del hombre, es condición sine qua non del diálogo como posibilidad de la trascendencia del ser de cada hombre hacia algo distinto de sí, siendo ya algo humano no obstante, pues allí, en la libertad, enraíza también la posibilidad de las diferencias y, al par, de las posibles coincidencias en la libertad y el diálogo que unifican, pero no uniformizan. Ningún género de Absoluto colmaría la finitud originaria del hombre, sino que le ocluiría en la presunta infinitud de la sustancia-sujeto, haciéndola finitud insertada en la maquinaría dialéctica en la que se convierte la vida y la historia desde las pretensiones absolutistas del género que sean. Las presuntas infinitudes ―sean de la sustancia-sujeto, cual principio infinito, único y soberano― no engendran diálogos, sino silencio, quietud, muerte, o en todo caso pseudodiscurso. Ya el propio Hegel lo reconocía implícitamente al expresar: “El ser puro y la nada pura son, por lo tanto, la misma cosa”
[11] , pero quizá le hubiera faltado decir que el Espíritu Absoluto y la Nada Absoluta, también lo son.[12]
A la infinitud del sujeto, como razón absoluta, Espíritu Absoluto, o racionalidad filosofante, le es imposible la trascendencia, pues todo le es inmanente; cae en la ilusión del verse absoluto y del saber absoluto de su propia acción; y justo allí se cierra la posibilidad de diálogo; a lo sumo, sólo se llegaría a la construcción de un ‘grandioso’ monólogo, porque no hay algo más allá del Aquél, o Aquello, que se piensa a sí mismo como sustancia-sujeto, y al pensarse y unificarse en sus diferentes figuras, termina eliminándose en la conclusión de su descomunal monólogo. No hay apertura hacia lo otro, porque no hay otro en realidad, sino el sí-mismo disfrazado de otro, o sea, pensamiento puro que se piensa a sí mismo, y eso, en verdad, no es Pensar, sino ejercicio racional en el vacío, relato del dominio autoconsciente que se agota en el dominio.
La libertad es apertura, trascendencia, que hace del hombre un ser que puede rebasar con su proceder el acontecer no sólo natural e instintivo, asumiéndolos, sino también el mecanismo social e, incluso, la racionalidad propia de los mecanismos jurídicos, o la arbitrariedad impersonalizada en la primacía de lo colectivo (social) sobre lo individual (personal).
La libertad, no tanto como idea, sino como “...piedra angular de todo el edificio de un sistema de la razón pura...”, es la que hace fracasar la síntesis última a la que tendió el afán sistemático de la metafísica racionalista, y aún de los sistemas teológico-especulativos de la antigüedad y el medioevo (léase Aristóteles y Tomás de Aquino), pues si bien, por un lado, la libertad funda la trascendentalidad de la razón teórica, por otro, la razón no puede penetrar la libertad, como su condición y piedra angular.
[13] Y es que la libertad es el marco general incondicionado, a partir del cual en el hombre se da y recibe a la par, descubriéndola también, la autonomía frente a la naturaleza (mecanismo, biologismo, psiquismo, etc.), y al conjunto de conductas heterónomas, sino que sólo a partir de la ruptura que ella crea en (el) Kosmoi, se hace posible retornar sobre él, recorriéndolo desde dentro, no sólo desde la perspectiva teórica, sino también ética y estética, por lo cual se reabre la identidad macrocosmos-microcosmos, como apertura fundacional del ser del hombre a la historia toda que lo constituye en su ser-tiempo.
Es la incondicionalidad de la libertad, apertura originaria del hombre, la que lo hace saber de sí y proyectarse en el mundo. De nada valdría huir de la originariedad de la libertad, porque como diría Jean Paul Sartre, estamos “condenados a ser libres”
[14]; y si el enunciado sartreano suena a paradoja, también la libertad es —como condición fundacional del hombre—, en sí misma, la paradoja por la cual se puede concebir la finitud inacabada del hombre en tanto Dasein. La libertad, así entendida, no se identifica con el modo con que una parte del pensamiento moderno le interpretó, es decir, como libero arbitrio, principio y resultado ante todo de su capacidad racional y de la racionalidad que de forma creciente fuera traspolándose al mundo hasta convertírsela en sustancia y sujeto de lo que se pudiera calificar como la apoteosis del racionalismo moderno en el panlogismo hegeliano[15].
La libertad no se define por lo que el hombre puede o no hacer, sino, justamente, porque posibilita poder, cuyo alcance no limita la libertad, más bien la determina en vista del fin. Es menester esta distinción, pues cuando Kant entiende la libertad como condición incondicionada la concibe como posibilidad propia del hombre, de su ser-hombre, y aún de la propia naturaleza, cuando es vista como presidida por una voluntad de forma, dirigida desde la libertad y hacia ella, aún a través del funcionamiento causalista prescrito por los principios descubiertos por la razón en su uso teórico. En cierto modo, Kant completa el concepto de ‘naturaleza’, en relación a las otras dos Críticas…, en la Crítica de la capacidad del juicio, pues allí la ‘naturaleza’ aparece como obedeciendo a una finalidad estética y, por ende, fundada y regulada por la libertad
[16].
Junto a la libertad, como condición metafísica del hombre, en tanto Dasein, aparecen las ideas de Dios y la inmortalidad del alma, lo cual obedece a la comprensión misma de la libertad como paradoja que constituye al hombre. La razón teórica no pudo más que rendirse ante su propia perplejidad paradojal, esto es: el misterio del ser y sobre todo el del hombre, en quien de algún modo nace el ser en la palabra y en la acción. Si desde la perspectiva teórica la razón podía tanto afirmar como negar la idea de Dios, pero en ningún caso demostrar su existencia, so pena de negarse a sí misma en la disolución de la verdad en antinomias, desde la perspectiva práctica se le reconoce como elemento consustancial a lo incondicionado de la libertad.
Es usual adjudicarle a Kant un extremo formalismo en su concepción ética, haciéndose énfasis en el dualismo entre lo sensible y lo inteligible que siempre amenazó con quebrar la consecución de la unidad del sistema de la razón.
[17] Pero se deja de ver aquí que el descubrimiento del carácter metafísico de la libertad (y no sólo inteligible) impedía el que esta pudiera estar condicionada por lo que precisamente ella condiciona, esto es: por la acción del intelecto en el mundo o por los afectos y las pasiones irremediablemente espiritualizados en el hombre, pero no por ello regidos del todo por la Razón. Es así que, para Kant, aunque el hombre pueda actuar regido por la sensibilidad, no lo hace más que apoyado en la libertad, bien que pueda obnubilarla al hacer de la apertura que él es una incrustación de sí mismo como ente entre los restantes entes.
El llamado formalismo de la ética kantiana tiene un sentido metafísico, representa esa especie de Ethos objetivo (trascendental) de la libertad, según el cual el hombre se orientaría a la autotrascendencia en vista de lo trascendente, o sea, de aquello que aún estando en su ser, le rebasa y fundamenta a la par en tanto hombre, diferente al resto de los seres.
El que el ser sea racionalmente paradójico, y sólo como libertad, idea de Dios e inmortalidad del alma se haga presente postulativamente a la razón ―pues no tiene objetos que le correspondan―, hace que el mundo, como la totalidad de lo visible (inteligible), no se cierre en la visión que el hombre pueda tener de sí y del mundo en algún momento de su existencia, y que el propio hombre tampoco pueda renunciar a la libertad como fundamento de su ser en tanto gratuidad a menudo incomprensible o rechazada, pero sobre todo comprometedora.

*Escrito leido en una de las sesiones de la inauraguración de la "Cátedra Voltaire" de la Universidad de La Habana. Museo Napoleónico, La Habana, 1993.


[1] Heidegger, M. “Kant y el problema de la metafísica”. (Parte Cuarta) F.C.E. México - Buenos Aires, 1954.
____________ “Schelling y la libertad humana”. Monte Avila Editores, Caracas, Venezuela, 1985. Pág. 40 a 51.
[2] Nos apoyamos también en la idea de Karl Jaspers, según la cual “...el hombre es siempre más de lo que sabe y puede saber de sí mismo”, en: “Sobre mi filosofía”, Marías, Julián “La filosofía en sus textos” Ed. Labor, Barcelona, 1962. p.521.
Véase al respecto: Portuondo Pajón, Gladys “La filosofía como aclaración de la "existencia" en Karl Jaspers” (Tesis Doctoral. Versión PDF, págs. 64, 65 y 99)
[3] Heidegger, M. Idem.
[4] Marcel, G. “El misterio del ser” Editorial Sudaméricana, Buenos Aires, 1953. Parte II. Tercera Lección: La exigencia ontológica. p.227 a 242
[5] Villate Díaz, J. L. “Poesía, hombre y cosmos en la filosofía de F. Nietzsche”. Ediciones Vivarium (Dpto. Med. Com. Soc. Arzobispado de La Habana), 1994.
[6] Wittgenstein, L. “Tractatus logico - philosophicus”. (proposición 5.632)
[7] Nietzsche, F. “La Gaya Scienza” Obras Completas. Editorial Aguilar. Buenos Aires, 1961.Tomo III, pág. 189, aforismo 374.
[8] Zambrano, M. “El hombre y lo divino”. Ediciones Siruela. 1991.Véase en especial: “La última aparición de la nada.” p. 175
[9] Kant, I. “Crítica de la razón pura”. Ed. Ciencias Sociales. La Habana, 1973. Pág. 457-458
[10] Deleuze, Guilles “Nietzsche y la filosofía” Editorial Anagrama, Barcelona. 6º edición, 2000, p.228-230; p. 256
[11] Hegel, G.W.F. “Ciencia de la lógica”. Ed. Solar - Hachette, 1968. Tomo I. pág. 5.
[12] Deleuze, G. Idem.
[13] Kant, I. Op. cit. pág. 458
[14] Sartre, J.P. “El ser y la nada; ensayo de ontología fenomenológica”. Ed. Losada. Buenos Aires, 1966. Pág. 18
[15] Vale recordar aquí cómo E. Husserl distingue y relaciona, a su vez, ego cogito y ego volo en la concepción cartesiana. Véase, Husserl, E. “Meditaciones cartesianas”. Paragráfos 10 y 11
[16] Villate Díaz, J. L. Ensayo introductorio a la “Crítica del juicio” Ed. Ciencias sociales, La Habana, 1994
[17] Cassirer, E. “Kant, vida y doctrina”. FCE, México, 1978. p. 419-420


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