Thursday, March 31, 2005

Friedrich Nietzsche y el Ethos de la subversión.*



Por: Jorge Luis Villate Díaz.



El pensamiento de F. Nietzsche es, sin dudas, referencia ineludible para la filosofía del siglo XX, y aún también para la Teología, pero mucho más si de lo que se trata es de hacer un alto en el camino para la reflexión ética, pues ya la obra del autor alemán constituye de por sí uno de los cuestionamientos más ‘incómodos’ en el decursar de la filosofía y la cultura occidental. El propio decursar histórico, entendido como progreso o desarrollo, queda en entredicho para Nietzsche. La religión, la moral, el arte, la política, las ciencias y hasta la filosofía, y sobre todo ella, no escaparon a los inquisitivos y mayormente cáusticos ‘análisis’ de un pensamiento poético reacio a cualquier sistematización conceptual.
Cuestionamiento y subversión de los valores pudiera ser la frase que describiera, grosso modo, la ‘filosofía’ de Nietzsche; cuestionamiento y subversión que involucran no sólo , y no tanto, a la Moral como conjunto de normas correspondientes a determinados ideales de vida sustentados por valores, sino que explayan el sentido de los valores más allá de la acepción estrictamente normativa o ética, en tanto pueden ser considerados como aquello que unifica y modela los modos de vivir, las aspiraciones, ideales, pero también las imposibilidades, prohibiciones y prioridades del ser de lo humano. Lo humano del ser humano es, a fin de cuentas, un valor, como también lo es el ser de lo humano.
Tal cuestionamiento lleva implícito otros, quizá más fundamentales: ¿quién y cómo ha creado los valores?, ¿pueden acaso ser transformados, revalorizados y resemantizados, o pueden considerárseles eternos?, ¿para quién valen o dejan de valer?. Y si, en definitiva, los valores no valen, valen a medias, dejan de valer o ‘enloquecen’ al valer todos lo mismo, y, por tanto, nada valen, cómo vivir en lo adelante, cómo valorar, actuar, pensar y sentir humanamente; ¿sería posible fijar el sentido al que parece apuntar la vida?.
Se evidencia así que el cuestionamiento de Nietzsche se dirige, en el fondo, al ser mismo del hombre, y se configura en la peculiar antropología poética como ‘arte’ del enmascaramiento desenmascarador. Si la poesía es pura imitación, según la "...condenación platónica de la poesía..." ,al decir de María Zambrano –equiparable a la farsa, por ser la esfera de la locura y la pasión– nadie mejor que ella podría introducirse en medio de la dislocación de los valores para saber a fondo el argumento real de la farsa que ellos puedan representar. Los valores pretenden valer, pero no valen justamente lo que pretenden.

La ‘malicia’ de Nietzsche, su ‘arte de la sospecha’(1) como ‘filólogo’ y consumado ‘psicólogo’, así como la ‘higiene’ preconizada en relación con el ‘efecto fisiológico’ (léase antivital) de ciertos ‘valores’, deben entenderse en la perspectiva de lo que denominamos antropología poética, o sea, el ‘arte’ de leer el sentido soterrado de todo discurso, pero también el ‘arte’ de escribir "...para todos y para ninguno..." , tal y como reza en el subtítulo ‘aclaratorio’ de Así habló Zaratustra, y más explícitamente en una sentencia versificada de la Canción del Príncipe Vogelfrei.: "Quien no sepa leer que no me lea
que es fácil que el demonio le posea". (2)

Nietzsche quiso ir más allá de todo valor, a aquello que los fundamenta o los des-fundamenta, sin ser ello mismo un valor, sino lo que los hace valer o no valer, o sea, ser valores vivos que integren el auténtico Ethos de lo humano y no meras máscaras asfixiantes de la vitalidad que les debe alentar.

El sentido metafísico de la antropología poética de Nietzsche esboza un modo sui generis de hacer Teología, escandalizadora por la revelación negativa en la que se apoya, esto es: Gott ist Tod . Pero no por esa negatividad fundante se le podría descalificar como Teología, pues parte justamente de la "muerte" de Dios como ‘asesinato’ de Dios por los hombres (3); una revelación donada por el silencio de Dios (equiparable a la exanimación de los valores), aunque en el sentido teológico tradicional tampoco pudiera entendérsele como tal revelación.
No es teología positiva por cuestionarla precisamente a ella y al modo en que ha interpretado el Evangelio, sobre todo desde la cosmovisión paulina (4). Támpoco es teología negativa -aunque a esta se asemeja más, y, sin dudas, se nota su mayor cercanía a la tradición de la dialéctica y la teología negativas- , porque al constatar la "muerte" de Dios, pasa a la búsqueda del Dios vivo (vital), del Dios "sensible al corazón", al decir de Pascal, y describe a la par ,o más bien profetiza, la tragedia del hombre cuando lo humano pierde su referencia a lo divino y no encuentra aquel espejo que le devuelva su imagen, porque esta se ha fragmentado, siendo que ya no se sabría cuál o quién es la imagen, o cuál o quién el referente.
De ahí que seguir sosteniendo la idea de lo humano, después de saber la "muerte" de Dios, se convierte en un acto "demasiado humano", propio de lo que Nietzsche llamara "últimos hombres", aquellos que por su forma hominida pueden aparentar su humanidad, pero que han trastocado lo divino por lo sagrado, y lo sagrado desdivinizado, o sea, la idolatría de la que sólo es capaz la lucidez de una conciencia ensoberbecida en y por el (pseudo)dominio de sí misma y del mundo.
No aboga Nietzsche por el mutismo ante la inefabilidad de Dios, al modo de Meister Eckhard; por el contrario, ello le conduce al escuchar y decir poético, porque de algún modo se intuye el decir del Creador (Poeta del Cielo y de la Tierra) tras su Silencio.
La destrucción o des-construcción del discurso teológico-metafísico tradicional, sería el primer momento de esa búsqueda. Bajo el martillo del filósofo-poeta vuelan los fragmentos del Dios-Razón, primer motor aristotélico-tomista, cuya aséptica santidad creara un abismo compuesto de condicionamientos, cual escalones ‘naturales’ de una inalcanzable cúspide moral. Pero la pregunta que desplomaría el equilibrio de esa construcción indaga por la genealogía de aquella ‘perfecta’ geometría teológica, o sea, pregunta, ¿cómo y de dónde surgió la vivencia del Dios-Ley-Razón-Justicia? y ¿a qué aspiraciones humanas responde y qué tipo de psicología humana (modo de ser) es portadora de tal vivencia?, en fin, ¿cuál es el componente antropológico de la vivencia de lo divino por el hombre, que ha desvirtuado el auténtico Evangelio, según Nietzsche?.(5).
Se situa así nuestro autor en la perspectiva decimonona de la crítica más o menos incipiente a la modernidad (Rousseau, Kierkergaard, Marx, Freud, Baudelaire y otros) y en la de las investigaciones modernas sobre La Biblia, pero, a diferencia de sus coetáneos, pone en tela de juicio todo talante cientista que no pasaría de ser la expresión del modo de ser alcanzado por el hombre occidental, cuyos fundamentos heleno-judaícos habría que revisar genealógicamente para manifestar la vivencia constitutiva de ese modo de ser y sus consecuencias nihilistas o autodestructoras.
Psicológicamente visto, el ideal del Dios-Ley, asépticamente moralizado, obedece, al igual que el Dios-Razón, a la necesidad de calma de quien se siente metafísicamente culpable, [e incluso se inventa la metafísica desde la culpa-resentimiento] pues todo culpable, aún cuando huya, anda en busca de quien le condene; y culpable se siente por haber faltado a algún pacto o norma que necesita reparar, sea mediante la condena o el perdón a la inevitable limitación humana. El Dios que juzga los actos humanos no es más que la figura proyectada por la conciencia metafísicamente culpable, que no busca más que reiterar ad infinitum el equilibrio circular que garantice sentirse por siempre culpable-condenada-absuelta-virtuosa-pecadora-culpable... Tanto el Dios-Razón, como el Dios-Justicia, no conocen el perdón, pues son proyecciones de la necesidad de condena-absolución de quien no se sabría perdonado en verdad. Si con Jesucristo se quita el pecado del mundo, a través del perdón y el amor, es porque ya no se necesita más al Dios-Ley que aguijonea el sentimiento de culpabilidad que le crea y le convierte en un modo de ser ‘humano’. La experiencia ‘religiosa’, desde éste sentimiento metafísico de culpa, proyecta y vivencia un Dios-verdugo. En él aparece la imagen de la autotortura que suele esconderse en la aspiración a la asepsia moral, sin encontrar el camino del auténtico perdón, pues la Ley del Amor difumina la culpa, la absolución, la condena y el pecado, porque ese Amor, el de Dios, no juzga, y si lo hace, no tendríamos ni la menor idea de cómo lo haría, tal y como sucede cuando despertamos de las pesadillas sin saber cómo ni por qué.

San Pablo, para Nietzsche, sería el ejemplo más nítido de la tergiversación del Evangelio en Disangelio, pues en él la astuta conciencia pecaminosa subvierte el mensaje de Amor y perdón - y con ello la vivencia de agradecimiento y entrega incondicional de la vida vivida como sobrevida hic et nunc -, al sentirse a sí misma como conciencia separada de Dios; ella se reinventa la expiación para agradar a Dios, pues no se comprende cómo si el Amor todo puede esperarlo, no puede esperar, perdonar y transformar incluso lo más horrendo. Si es necesario agradar a Dios es porque se supone que puede estar disgustado, colérico o triste, por haber el hombre faltado al pacto. Si es necesario convencerle con razones es porque se le ve como el impasible juez, cuya acción no iría más allá de los límites de la mera justicia.
Se trata entonces de la vivencia de conversión y fe como gestos de agrado al Dios que se le ‘ama’ porque en el fondo se le teme, y se le teme porque es la imagen de la conciencia culpable ‘jugando’ a ser su propio juez. Tal ‘juego’ buscaría no más, aunque implícitamente, que la perpetuación del juicio y la condena, aún cuando la figura que adopte la conciencia pecaminosa sea la del ‘perdón’ y el ’amor’, sublimándose a sí misma en la forma de conciencia casuísticamente absuelta. Esa conciencia busca el perdón de modo que nunca se sintiera perdonada en verdad, porque siempre quedaría un resto de pecaminosidad o culpa que le haría solicitarlo de nuevo. No soportaría saberse perdonada de una vez y por todas, o saberse no culpable en realidad; y de postular el perdón definitivo, sólo lo haría porque ese perdón serviría para hacer culpables a otros, transmitiendoles no el auténtico perdón, sino el germen de la culpa y el ‘antídoto’ paradójicamente culpabilizador, disfrazado de ‘perdón’.
Todo condicionamiento del perdón lo eliminaría como auténtico perdón. El amor y el perdón, sin condiciones, son casi incomprensibles para el ser humano, regido ontológicamente por condicionamientos económicos, sociales, políticos, psicológicos, biológicos, etc, porque él no es Dios.

La dinámica de la conciencia pecaminosa hace que se reinvente constantemente la Ley, restituyéndole no tanto en la letra como sí en la normatividad carente de Espíritu, justamente la Ley y la norma que Jesucristo sustituyó por el Amor de Dios en él hecho carne. ¿Qué no hubiera perdonado Jesús?, si perdonó hasta sus propios asesinos, porque la muerte es difuminada por el Amor y el auténtico perdón.

El sentido nihilista de la muerte es la realidad creada por la conciencia pecaminosa, es el ‘castigo’ autoimpuesto por la falta y la desobediencia inevitables en la conciencia ajena a Dios, o sea, al Amor.
La culpa y el pecado, como realidades psicontológicas, tienen un sentido nihilista para Nietzsche; centrifugan todo auténtico valor, regurgitándolo luego en forma tergiversada. El sentido nihilista de la culpa y el pecado trastoca el amor en dominio y dependencia moral, es decir, en código por el cual el hombre se empeñaría en hacerse ‘bueno’ (agradable) a la vista de Dios, aunque para eso tenga que renunciar a una parte de sí mismo, sin la cual tampoco sería criatura de Dios. La realidad psicontológica del pecado puede tergiversar la convicción, el orgullo, la valía, el disfrute, la disensión y la alegría que pueden surgir al margen de determinada interpretación del Evangelio, pero que, por sí mismos, pueden expresar también el Amor del mensaje, ser vividos desde él o llevar incluso a él.
Al pretender la "subversión de los valores", la interpretación del cristianismo por Nietzsche trata de desentrañar el basamento antropológico desde el cual se vivencia el Amor de Jesús como fuente última de toda auténtica subversión de valores. Constituido esencialmente por la dinámica de la conciencia pecaminosa, ese basamento antropológico logró la tergiversación de la auténtica subversión por el Amor. Se acumuló así el estrato de la tergiversación sobre la auténtica subversión, hasta el punto de cambiar la vivencia humano-divina del Amor por la dialéctica del amor-odio, haciendo aparecer esta última como Evangelio.
La finalidad implícita en esta tergiversación es la "muerte" de Dios por partida doble. Primero, como incomprensión de la vida y la muerte del Hijo del hombre y del mensaje que él mismo constituye. Segundo, como la "muerte" de Dios que esa tergiversación, ya secularizada, hubo de fabricarse y en la cual se fundó el ‘orden moral’ (los valores) regente del modo de ser ‘humano’, haciendo idéntico, por una parte, lo ‘humano’ y lo cristiano, o, por otra, contraponiéndolos del todo.

El "nihilismo pasivo", pero a la par reactivo, o sea, el ressentiment, aparece entonces como supuesto encubierto y resultado último de la tergiversación del Evangelio. Y de lo que se trata, para Nietzsche, es de culminar con toda la coherencia lógica del nihilismo la tarea iniciada por ese nihilismo más o menos soterrado, descubriendo así la falsedad de su tergiversación "disevangelista" y, por tanto, de su consecuencia fundamental, esto es, la "muerte" de Dios.
No se propuso Nietzsche cambiar unos valores por otros o reformular su jerarquía. Más bien quiso manifestar, por un lado, el signo negativo de la vivencia que los invierte y, por otro, aquello que les hace adquirir o realizar su auténtico sentido en la vida humana, para que pueda ser vivida como sobrevida, esto es: el Amor.

Los discursos de Nietzsche sobre el "superhombre", la "subversión de los Valores", el "eterno retorno" y otros símbolos de su pensar poético, no deben ser entendidos más que como componentes de una peculiar arqueología de la vida emocional. que descubre los mecanismos del Amor como realidad suprema, trascendente e inmanente a la par, pero en todo caso el único y múltiple camino de superación para el ser humano y de auténtica conversión del kosmoi hacia el ordo amoris.(6)



*Ponencia publicada en: "Actas del V Congreso Diálogo Fe-Cultura". C.E.T., La Laguna, Islas Canarias, España, 1998.

Notas y referencias:

1.- Hemos expuesto nuestra opinión respecto al ‘arte de la sospecha’, como modo de filosofar, en el ensayo "Sospecha y Modernidad", premiado en el Concurso Literario correspondiente al VIII Encuentro en la Cultura del Centro de Estudios Teológicos de La Laguna.
2.- Nietzsche, F. Obras Completas. Ed. Aguilar. Buenos Aires, 1961. Tomo III. p.225.
3.- Ibiden p.108. epígrafe 125
4.- Nietzsche, F. El Anticristo Ed. Alianza. Madrid, 1982
5.- Op. cit.(véase especialmente las versiones primitivas o borradores que le sirvieron de base a Nietzsche para la redacción final de los epígrafes donde ‘examina’ el talante nihilista de la primera interpretación de la figura de Jesucristo. Allí aparece explicitado el neologismo disevangelista, que Nietzsche creó para referirse a la interpretación neotestamentaria, en especial la paulina, de la figura de Jesús, su vida, muerte y resurrección)
6.-Desarrollamos más detalladamente algunas de las ideas aquí sólo enunciadas en el ensayo Poesía, hombre y kosmoi en la filosofía de F. Nietzsche Ediciones Vivarium. Dpto de Medios de Com. Soc. Arzobispado de La Habana, 1994.

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