Thursday, April 21, 2005

Humanismo, inmortalidad y genoma humano.*


Por: Jorge Luis Villate Díaz


¿Qué es el hombre? ¿para qué sirve?
¿cuál es su bien y cuál es su mal?
El número de los días del hombre
mucho será si llega a los cien años.
Como gota de agua del mar, como grano de arena,
tan pocos son sus años frente a la eternidad.
(Eclo. 18, 8-10)



Desde muy antiguo la muerte ha sido la incógnita por excelencia para los hombres. Religiones, filosofías, artes, magias, ciencias, han tratado de responder al hecho incoercible de la desaparición física de los seres humanos, sea que buscaran alguna explicación o trataran de evitarla de algún modo[1].
Las teologías y filosofías la han considerado como hecho radical de la existencia humana, por paradójico que pueda parecer, pues, en cierto modo, la pregunta por el sentido de la vida ha estado condicionada por tal limitación, la cual resume la decadencia, transitoriedad y caducidad a las que parece estar sometido todo cuanto existe, pero quizá también exprese el límite que ayudaría a definir lo alcanzable para el hombre en ‘esta’ vida, y también definir el límite donde comenzaría la ‘otra’, en caso de creerse en la perpetuación -biológica o no- de la persona en la descendencia, la trasmigración, la reencarnación o en la resurrección bajo cualquiera de las formas históricas de sus respectivas comprensiones.
Así, el hecho de la muerte se convierte en el de su significado para el conjunto de previsiones, expectativas o proyecciones de la existencia humana, pues si la muerte adquiere algún significado es sólo porque parece poner fin inexplicable a esos elementos vitales y la trascendencia vital que implican, dado que tanto en las previsiones, expectativas o proyecciones se expresa el anhelo de inmortalidad consustancial a la vida, sobre todo cuando se hace consciente de sí misma
[2]. Pero ya que el cuerpo parece no acompañar tal anhelo, la conciencia sigue proyectando la inmortalidad de una vida que abandona la corporalidad, aunque sólo fuera transitoriamente, para continuar de algún modo. En todo caso, la identidad corporal, o corporeidad física, desaparece gradualmente bajo el influjo de la decrepitud biológica y tiene su fin en la ineluctable muerte física, sea interpretada desde el ángulo meramente científico, filosófico o teológico.[3]
Definir desde cualquier ángulo el sentido de la vida, o lo que ella sea, no puede desembarazarse de la certeza de la muerte, pues aún cuando sea considerada como tránsito hacia ‘otra’ vida, incluso la vida eterna, no deja de ser enigmático, al menos, el hecho de que se tenga que morir para continuar viviendo de algún modo.
Ha sido entonces, hasta ahora, la imposibilidad humana de alcanzar la inmortalidad lo que ha gravitado sobre la pregunta por el sentido de la vida y hasta sobre la vida vivida propiamente. Pero bien se haría en replantear esta cuestión a la luz de lo que a simple vista pudiera parecer otro de los incontables intentos humanos de alcanzar la inmortalidad. Nos referimos a los recientes descubrimientos en el campo de la biogenética que suponen la posibilidad de manipular genéticamente el mecanismo responsable del envejecimiento biológico y así prolongar indefinidamente la vida
[4]. Que esto pueda realizarse, no debe ser puesto en duda desde la teología o la filosofía, aún cuando cierta lectura de los textos bíblicos aparentara contradecir esa posibilidad - pues la muerte suele interpretarse como castigo de Dios a Adán por el intento de alcanzar la divinidad al margen del Dador de vida[5], y, por otro lado, ha sido considerada por la filosofía, en especial la platónica y la estoica, como hecho ineluctable para el cual el hombre hubiera de prepararse a través de la filosofía como modo de vida.
Las posibles repercusiones de esta posibilidad harían plantearnos la cuestión de sí la muerte, al menos en el sentido biológico, saldría de la esfera teológica o metafísica, siendo cuestión de la física no más, y, en definitiva, a tratar de responder a la pregunta sobre sí la vida biológica no sería más que un complejo sistema de reacciones físico-químicas e informáticas. La posibilidad de prolongar la vida indefinidamente o de evitar patologías actualmente letales, haría que la muerte ‘natural’ fuera un accidente biológico, defecto corregible de la naturaleza, o quizá la arrinconaría en las estadísticas de siniestralidad, siempre que los métodos de reanimación no lo impidieran. Se vería entonces que el sentido de la vida no depende enteramente de la certeza de la muerte “biológica” o “natural” y que, por el contrario, la pregunta por el sentido de la vida se haría más urgente, pues ese sentido se decidiría desde la vida, no desde una muerte cada vez más improbable. Esta urgencia surgiría precisamente del carácter indefinido de la vida. Y decimos indefinido en un doble sentido: por una parte, en cuanto a su duración, por otra, en cuanto a la posible carencia de finalidad que se desprendería de la ausencia de la muerte como final de la existencia biológica, pues la muerte es quizá lo único que ha perdurado, junto a la vida, sin que ninguna obra humana haya podido lograr sobrepasarle. Al menos la alternancia vida-muerte (biológica) quedaría abolida o mitigada, como quizá también la idea de la muerte biológica como castigo o precio que hubiera que pagar por algún supuesto pecado.
En tanto Dios sea Dador de Vida, y de Vida eterna, y no de la muerte, esa vida seguiría siendo comprendida como don gratuito por su sentido, pues si tentativamente se pudiera admitir que el hombre fuera capaz de evitar la muerte biológica y hasta de reproducir la vida a partir de lo inanimado, descubriendo los elementos y mecanismos que le dieron origen desde sus formas más elementales a las más complejas, no estaría en realidad creando nada, sino recreando lo ya dado como parte de la existencia o del Ser
[6]. Si la muerte no es un absoluto, en tanto no ha podido ser creada por Dios, no se vería la razón de por qué el hombre no pudiera suprimirla, y así prolongar indefinidamente la vida.
Si a menudo la muerte ha aparecido como certeza que hace girar sobre sí la pregunta por el sentido de la vida, no ha sido más que porque sería la fuente de la mayor infelicidad para el hombre, o sea, aquél límite que pondría coto a sus aspiraciones, tanto como individuo o como género. Así, de poder ser eliminada como posibilidad biológica, se vería que ha sido la vida el bien más preciado y el que ha determinado en realidad esa pregunta por la posibilidad de su agotamiento en la muerte, pues quizá la pregunta se haría desde el anhelo de inmortalidad que le guiaba.
Sin embargo, en cierto modo, la previsión de la muerte biológica ha vertebrado la vida humana de forma tal que, de lograr prolongarla indefinidamente, el modo de vivir humano se vería abocado a replantarse en algunos aspectos; así, por ejemplo, entre otros: el sentido de la procreación biológica, como modo de perpetuación de la especie humana; el del suicidio, como modo de poner fin a una vida que pareciera carecer de sentido por su carácter indefinido, porque el suicidio no ha hecho, hasta ahora, más que anticipar lo que inevitablemente habría de acaecer, pero de ser la duración vital indefinida, ¿sería aceptable, puesto que la duración indefinida pudiera ser opcional? ; o el de las condenas a muerte, que también la anticiparían; o el de la armonía entre el desarrollo físico y psíquico, pues ¿hasta dónde pudiera extenderse de forma armónica? El no morir quizá se convirtiera en un obstáculo, pues ¿reportaría el total dominio sobre su vida a los hombres el durar indefinidamente? ¿Y si la muerte fuera paso hacia otra vida, se evitaría ese tránsito con el durar indefinido?
Si el sentido de la vida no depende de la certeza de la muerte, sino de lo eterno que no se alcanza con el mero durar indefinido de la vida biológica, es porque ese durar indefinido tampoco reportaría la felicidad al hombre. Se vería que eterno e indefinido no son sinónimos, pues lo indefinido no es un absoluto al no abolir temporalidad alguna, sino sólo prolongarla aritméticamente. Luego, aquí quizá surgiría la paradoja según la cual pudiéndose vivir indefinidamente, esto sólo sería una hipótesis también indefinida, pues no habría quién pudiera comprobarla absolutamente, justo por lo indefinido de la virtual duración vital: lo indefinido de la duración impediría lo concluyente de cualquier comprobación. De ahí que lo indefinido no sobrepase el reino de lo cuantitativo y, por tanto, de la finitud.
No obstante, plantearse la posibilidad de lograr el carácter indefinido de la vida biológica haría revisar algunos conceptos filosóficos y/o teológicos que han identificado inmortalidad y vida biológica indefinida [perseverar en el propio ser], finitud y muerte, o que han visto la muerte biológica como consecuencia del pecado original
[7]. Que el pecado haya sido parangonado con la muerte, implica morir no sólo, y no tanto, biológicamente, sino sobre todo cuando se ha dejado de amar la vida en su sentido más alto, o sea, Dios, aún cuando no se le ame bajo ese nombre, ni se le invoque con ningún otro. La muerte toma aquí un sentido ‘sobrenatural’, aunque no divino, y esto porque, aún cuando se pueda vivir indefinidamente, si no se ama la vida bajo sus múltiples manifestaciones, esta carecería del sentido de lo eterno, es decir, actuaría contra el sentido propio que le anima, dando por resultado la pseudo-naturaleza, a veces disfrazada de sobre-naturaleza.
De lograrse el hipotético carácter indefinido de la vida biológica se pudiera pensar en la perdida del temor a la muerte por una especie de crédito vital ilimitado que garantizara la realización personal, pero el propio carácter indefinido pospondría la realización indefinidamente, resaltando quizá más la angustia por la finitud de lo humano, que puede subsistir o quizá agudizarse desde lo indefinido de la duración biológica. Desde aquí, la pregunta más bien sería qué entender por muerte y, por ende, por resurrección, reencarnación o trasmigración, pues si ella, la muerte, no llegara a verificarse en sentido biológico, ¿se colmaría el anhelo de inmortalidad desde la indefinida duración biológica? El de inmortalidad sí, si por tal se entendiera la duración indefinida; pero no el anhelo de eternidad correspondiente a aquella acepción de la muerte expresada en la transitoriedad y la caducidad de la existencia, o incompleto e insatisfactorio de toda realidad, si se le viera al margen de su consumación en sentido cósmico
[8].
Y es que vivir indefinidamente no es sinónimo de “vida eterna”, porque esta última implica la consumación cósmica, escatológica en fin, que en ese vivir no se podría lograr por su solo carácter indefinido. El temor a la muerte no es sinónimo de angustia por (de) la finitud (fugacidad, caducidad)
[9], aún cuando a menudo no se les distinga por considerar la vida biológica, o calidad de vida, el valor más preciado, antepuesto a todo otro valor; si aquél se pudiera atenuar e incluso desaparecer, esta seguiría condicionando la acción del hombre en el mundo, incluso desde la relativa tranquilidad aportada por el presumible carácter indefinido de la vida biológica.
Por muy indefinida que fuera la vida de los hombres, no se dejaría de sentir la duración de la existencia, y esto implica lo eventual, la posibilidad, la realización...; ¿sería más feliz el hombre, o menos, de durar indefinidamente, o de qué modo sentiría la felicidad?; ¿dejaría de aspirar a ella de durar indefinidamente? Por otro lado, ¿el durar de ese modo sería la garantía de ser feliz? Quizá habría quienes así creyeran alcanzar o tener la felicidad, al igual que hay quienes creen tenerla por cualquier otro motivo, aún cuando apenas lo tuvieran en realidad, más para entristecerse o avergonzarse. Mas, ¿es la felicidad una cuestión de grados? ¿Con qué rasero medirla? No se debería confundir aquí la felicidad con la satisfacción. Esta última pertenece al ‘reino’ de lo cuantitativo respecto de la felicidad. Se puede estar muy satisfecho, pero ser muy infeliz. La satisfacción pertenece a la ‘esfera’ del estar o del tener; la felicidad a la ‘esfera’ del ser, siguiendo la distinción de Gabriel Marcel. La felicidad más que todo tiene que ver con el sentido de la vida o de la existencia; la satisfacción, con las necesidades psicosomáticas más o menos cubiertas. Tampoco debería ser confundida la satisfacción psíquica (psicológica), o el descargo emocional, con la vivencia del sentido de la vida. El deseo de ser feliz, ¿puede ser interpretado (vivido) como el deseo de satisfacer alguna necesidad en particular? Quizá el deseo se sobrepase a sí mismo cuando se transforma en Amor (Eros). De ahí que la felicidad dependa del sentido trascendente encontrado en la vida (existencia), pero, ¿el sentido depende de ser encontrado? Más bien, ese sentido viene al encuentro, y pone en el camino de no quedarse sólo en la circularidad del deseo, porque eleva o purifica el Eros que le anima o constituye.La infelicidad se manifiesta como retroceso, decadencia o pérdida del ser, que puede convertir la existencia en mera satisfacción vegetativa o en inagotable inquietud, porque se buscaría su consumación allí donde no es posible alcanzarla. Los hombres buscan la felicidad, pero casi nadie sabe qué es, y en esto les va la inquietud, que más que acercar les aleja de ella, porque la sola inquietud sólo hace saber de la carencia sentida en el deseo, no del verdadero sentido de lo buscado. Aquí la felicidad aparece como un objeto o algo (estado psíquico,...) que hubiera de ser alcanzado, al par que aleja la posibilidad de su definitiva consecución.
Presumiblemente la conquista de la inmortalidad traería más satisfacciones a los hombres, pero no los haría dioses. Este quizá sería el ‘error’ de Adán, porque ¿cambiaría la inmortalidad biológica la naturaleza de lo humano? Quizá, y mucho, el modus vivendi de los hombres, pero no decidiría nada sobre su relación con la trascendencia. Se seguiría siendo “rey miserable”, en el sentido pascaliano, sólo que en este caso de manera indefinida, o, por el contrario, se estaría abocado a la conversión que en verdad dejara fuera la importancia de la duración biológica, porque anticiparía de algún modo lo eterno como humanismo de Dios, no de los hombres
[10], en el encuentro definitivo.
*Ponencia publicada en " Actas del IX Congreso Diálogo Fe-Cultura" C.E.T., La Laguna, Islas Canarias, España, 2000.

[1] El tema de la búsqueda de la inmortalidad es tan antiguo como el de la propia pregunta por el sentido de la vida. La literatura religiosa y/o filosófica recogen este tema desde textos tan antiguos como el Poema de Gilgamés o los fragmentos de Heráclito de Efeso. (Véase Errandonea Alzuguren, Juan: Eden y Paraíso. Fondo cultural mesopotámico en el relato bíblico de la creación. Ediciones Marova, S.L., Madrid 1966; Eliade, Mircea: Yoga: Inmortalidad y libertad. Editorial La Pléyade, Buenos Aires). Junto a lo anterior aparece también esta cuestión en el personaje de Fausto, como buscador de la inmortalidad que a la postre le dejaría insatisfecho. (Véase, Thielcke, Helmut: Vivir con la muerte. Editorial Herder S.A., Barcelona 1984. p. 137 a 153)
[2] También allí donde no existe la conciencia humana, parece expresarse idéntico anhelo vital-supravital en la perpetuación de la fecundidad biológica de las especies, y quizá también en la consistencia cambiante de todo cuanto nos rodea.
[3] La decrepitud biológica afecta también las funciones psíquicas del organismo humano, incluso puede suceder el deterioro psíquico o mental, sin que se vea acompañado del de la corporalidad; lo cual haría suponer que el anhelo de inmortalidad no tiene sólo un carácter consciente, sino que estuviera cifrado como tendencia en el organismo. El cáncer, como patología, representaría quizá la tendencia a la conservación de la vida, paradójicamente entrelazada a su devastación.
[4] Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana. Suplemento Anual, 1997-1998. Espasa-Calpe, S.A. Madrid, 1999. pág. 207.
Comentario aparte merecería la posible incidencia de los resultados que se pudieran obtener en las investigaciones del “Proyecto Genoma” sobre las ciencias históricas y la sociología. A primera vista, parece que se pudieran demostrar vínculos entre pueblos o razas de los que en la actualidad no existen testimonios históricos de su vinculación u origen común, lo cual, al menos, llevaría a tener en cuenta las similitudes genéticas como testimonios bio-históricos y, tentativamente, hacer posibles relecturas de la historia.
[5] Errandonea Alzuguren, Juan Op. cit. p. 506
[6] Abundamos sobre éste aspecto en nuestro ensayo, inédito, La ‘frontera’ de Adán.
[7] Ruiz de la Peña, J. L. El hombre y su muerte. Antropología teológica actual. Ediciones Aldecoa, S.A. 1971.
[8] Teilhard de Chardin, P. El fenómeno humano. Taurus Ediciones, Madrid 1967. 4ª Edición.
[9] Apoyamos esta distinción en la que al respecto hacen Sören Kierkergaard y Martin Heidegger, respectivamente. (Véase Kierkegaard, S. El concepto de la angustia. Espasa-Calpe, S.A., Madrid, 6ª edición 1963. p. 43; Heidegger, M. Ser y tiempo. Fondo de Cultura Económica, S.A. México 1988. 2ª ed. rev. 5ª reimp.)
[10] Barth, K. Actualidad del mensaje cristiano. En: Hacia un nuevo humanismo. Ediciones Guadarrama, S.L. Madrid, 1957. Pág. 81a 92.

2 comments:

Alfonso said...

Debemos aprender a convivir de una mejor manera ANTES DE QUERER SABER si la inteligencia es producto de azar o de un creador espiritual

Escritos filosoficos said...

Estimado Alfonso, el asunto es que para convivir de una manera mejor, debemos saber si podemos dominar o entender aquello que nos permite actuar no siempre de modo razonable o exitoso en terminos de convivencia, llámesele inteligencia o como quiera.